¿DÓNDE ESTÁN LOS GAUCHOS ARGENTINOS?

Esta pregunta parece inadecuada para una sociedad donde la población urbana llega casi al noventa por ciento del total. La respuesta obvia sería que los gauchos están en las fiestas tradicionalistas, y no mucho más.

Sin embargo, según el excelente antropólogo brasilero Darcy Ribeiro, en la región rioplatense se formaron dos etnias nuevas que se convirtieron en las fuerzas sociales más influyentes para la formación del país tal cual es: la gaucha y la ladina. Por eso la presencia gaucha en la Argentina es mucho  más profunda que su aparición eventual en alguna fiesta tradicionalista.

Esta etnia gaucha se formó a partir de la mezcla de las razas y culturas ibéricas e indias en las distintas regiones rurales  de lo que luego sería el territorio nacional. Se configuró a lo largo de tres siglos y se extendió por todas las pampas, serranías y montañas, a medida que se iban poblando de caballos y vacas en magnitudes nunca vistas en el viejo mundo y absolutamente novedosas para el mundo nativo. Esta población fundamentalmente mestiza, forjó a lo largo de más de trescientos años una cultura de características originales, con una identidad propia y sólidamente adecuada a su entorno. Vigorosamente independiente y creativa, adquirió habilidades e instrumentos provenientes de ambas culturas progenitoras, como las boleadoras y el facón; creó, adaptó o incorporó otros, como el mate y la guitarra y, sobre todo, desarrolló el apego a valores, actitudes y formas de vida que todavía hoy perduran. Apareció en el mundo como una cultura criollo americana original y claramente diferenciada de sus orígenes. Criolla por naturaleza y americana por conexión telúrica con su lugar de nacimiento y desarrollo.

Por su parte la etnia o núcleo sociocultural ladino – de radicación urbana – tuvo la particularidad de estar vinculado permanentemente al exterior, tanto por las actividades comerciales legales e ilegales – monopolio comercial español, contrabando de esclavos y metales preciosos – cuanto por las administrativas y militares, que dependían directamente de la Corona Española. También se caracterizó por contar con una afluencia limitada en su número, pero constante a lo largo de casi trescientos años, de población española y portuguesa que venía a ejercer cargos públicos o a gestar establecimientos comerciales. A diferencia de la etnia gaucha, la ladina se fundó en la necesidad de “vincularse” “parecerse” e “identificarse” con el valorado componente externo que poseía y “rechazar” “desvincularse” o “negar”, en mayor o menor medida, su componente nativo mestizo y americano. Esta particularidad, inclinó a la etnia ladina – especialmente al sector porteño y montevideano – a  desarrollar en su manera de vivir, sentir y pensar, un rasgo valorativo e imitativo del exterior tan fuerte como despreciativo de lo autóctono.

Un pálido y por demás deformado aunque innegable reflejo actual de  la lucha entre aquellas viejas etnias, son las posturas “nacional y popular” y su opuesta, que se pregonan en la política argentina de hoy.

¿LA MEJOR SELECCIÓN DEL MUNDO?

Pocos días antes de la final de la Copa América en Chile se oía a varios periodistas y a muchos compatriotas afirmar, absolutamente convencidos, que la selección nacional era la mejor del mundo. Pocos minutos después de la derrota por penales, pasó a ser, para muchos, la selección con mayor cantidad y calidad de defectos del mundo, tanto personales como de grupo.

Este tipo de pasajes inmediatos y contradictorios en las percepciones de algo nuestro o, incluso, de lo que somos como país en su conjunto, es algo muy común y extendido en nuestra cultura.

Puede constatarse fácilmente. Basta con que alguien, en cualquier reunión,  introduzca en la charla algún elemento que desmerezca el país o algún elemento de él, para que, rápidamente, todos los otros participantes se “prendan” sumando sus propias apreciaciones para confirmarlo. Hasta que algún otro miembro tenga la envidiable habilidad de incorporar a la charla algunos elementos que desaten el “orgullo nacional”. Entonces, muy probablemente, la dirección de la conversación dé un giro de ciento ochenta grados y se verá cómo, repentinamente, la Argentina o algún aspecto de ella comienza a salir rápidamente de ser lo “peor del mundo” a ser “lo mejor del mundo”. O viceversa.

Nos resulta infinitamente más fácil pasar de una ficción negativa de lo nuestro – sea lo que sea – a una ficción positiva, o al revés, que enfrentar nuestra realidad tal como es, con sus más y con sus menos, con sus blancos, sus negros y sus diversos tonos de grises.

En realidad, sobrestimar y subestimar cualquier elemento del país en forma tan desmesurada como solemos hacerlo, esconde un apasionamiento muy intenso por nosotros mismos que nos desequilibra, obstaculizando una aceptación y apreciación realista de lo que somos.