Uno de los efectos del occidentalismo superficial que adquirimos en Abya Yala como lo mencionáramos en la nota anterior, consiste en adoptar en el lenguaje propio palabras que expresan lo que Occidente piensa y siente sobre la realidad, incluyendo en ella a nosotros mismos. Esta importación lingüística sobre lo que nos rodea y sobre lo que somos, tiene un efecto significativo sobre la forma en que razonamos y actuamos. Porque hace que nuestro lenguaje, en lugar de facilitar un desarrollo mental y práctico enraizado en nuestra manera propia de ver y sentir el mundo, lo obstaculice; generando, en consecuencia, una incoherencia encubierta entre lo que somos y lo que pensamos o hacemos.
Un ejemplo palpable de esta importación lingüística y consiguiente desvirtuación de la realidad es llamarnos “latinoamericanos”, cuando somos el resultado de una mezcla secular entre pueblos originarios, españoles, portugueses y africanos; o sea, que de latinos propiamente dichos, poco y nada tenemos. Pero el francés Michel Chevalier inventó hacia 1830 el concepto de una América «latina» para oponerlo a otra América «anglosajona». Apoyaba así el interés de Francia por disputarle el poder a Inglaterra y Estados Unidos en el continente americano, a la vez que escondía el pasado hispano o luso americano, incorporandolo a un origen común tan tirado de los pelos, como el hecho de utilizar lenguas derivadas del latín. En la década de 1860 Napoleón III realizó una campaña mundial para resaltar y difundir masivamente ese supuesto origen común, con el fin concreto de convertir al Segundo Imperio Francés en líder cultural y político de América. Dicha campaña hizo que el término «América Latina» fuera aceptado de manera casi universal. Por su parte, la fácil adopción de este nombre por nuestras sociedades, fue para evitar llamarnos hispanoamericanos o lusoamericanos, toda vez que en ese entonces nos encontrábamos en lucha para independizarnos de ambos reinos ibéricos.
Es decir, en síntesis, la palabra con la que nos llamamos a nosotros mismos proviene de una lucha por la influencia y el poder mundial entre tres naciones occidentales. No proviene de considerar lo que efectiva y realmente somos, ni en nuestro origen, ni en nuestro posterior desenvolvimiento. Esta distorsión provoca, por ejemplo, que cuando nos concebimos, lo hagamos considerándonos vinculados a una lejana y extraña Francia y a una mucho mas lejana y extraña Roma. En lugar de considerarnos criollos emergentes de la convivencia secular e integrada entre pueblos diversos, al interior de nuestro subcontinente. El enraizamiento, la proyección y el potencial creativo que nos abre esta forma realista de identificarnos a nosotros mismos, es infinitamente mayor que si nos creemos «latinos».
Lo mismo, aunque mas complicado aún, sucede con la palabra «Progreso». En efecto, tanto la idea como el término mismo, se concibieron en la Europa del siglo XIV, lo que la convierte en una creencia claramente «occidental». Su surgimiento acompañó el nacimiento de la civilización moderna, caracterizada por concentrarse en perseguir el incremento constante de bienes materiales y conocimientos útiles para producirlos y distribuirlos. Razón por la cual se estimó que la esencia del progreso consistía en ese aumento constante de bienes y conocimientos. Fue tan extendida y aceptada esta idea que, a partir de entonces, otro término, el de «avanzar», comenzó a considerarse como un sinónimo de progresar. De manera que todo avance se asimiló al incremento constante de bienes y conocimientos, aunque lo que se pensase y sientiese como avance, no tuviera nada que ver con dicho incremento. En tal sentido, si analizamos profundamente lo que sentimos y pensamos en la cultura abyayalica cuando hablamos de avanzar, veremos que tiene mas que ver con una idea de florecimiento, que con la de progreso. Veamos esto más detalladamente.
La palabra florecer se refiere a la conversión de brotes en flores cuando una planta se arraiga y crece, pero aplicada al ser humano significa poner en práctica nuestro potencial y talentos. En efecto, decimos que florecemos cuando, desplegando nuestras capacidades para alcanzar metas en el medio que nos rodea, nos sentimos satisfechos con lo que somos y lo que vamos logrando. Al igual que sucede con las plantas, supone arraigarnos en nosotros mismos y nuestro medio, para crecer desde allí. La concepción cultural abyayalica de “avanzar” como sinónimo de “florecer”, proviene raigalmente de los pueblos originarios que, como ya vimos en notas anteriores, se sentían y vivían a ellos mismos como partes de una naturaleza que florecía por todos lados y de las más diversas formas. Por su parte, la concepción cristiana traída a estas tierras por los pueblos ibéricos, afirmando la existencia de una “voluntad de Dios” inscripta en cada objeto, persona y sociedad, no resultó contradictoria con la de florecer, al contrario. Más allá de las mil diferencias y conflictos que existieron y existen entre las creencias cristianas y las originarias, en el punto referido al significado de “avanzar” se refuerzan mutuamente. Porque el pensar originario según el cual se “florece” cuando se despliegan las potencias de un ser en su medio, se fortifica con la idea cristiana de concretar lo que la “voluntad de Dios” estableció para dicho ser en sus circunstancias. De manera que no resulta extraño descubrir que la concepción cultural de “avanzar” establecida en nuestro inconsciente colectivo subcontinental, tenga mas que ver con el despliegue de talentos y potencialidades propias en el medio circundante, que con la acumulación creciente de bienes. Lo que implica no solo una profunda diferencia en la concepción sobre lo que es avanzar, sino que se traduce en caminos completamente distintos. Mientras uno se enfrasca en activar los medios para aumentar la cantidad y calidad de bienes disponibles, el otro se concentra en desplegar sus potencias para cumplir los cometidos de su ser en el momento y el medio del que forma parte. Por ejemplo, una cosa es buscar adquirir un auto nuevo todos los años y otra muy distinta concebir hijos como parte de un desarrollo familiar; una cosa es aumentar constantemente el PBI nacional y otra muy diferente es desarrollar una estructura económica diversificada; una cosa es aumentar el ingreso per cápita general y otra construir una sociedad socialmente justa. Son maneras sustancialmente diferentes de avanzar y proyectar el futuro; las primeras buscan progresar, las segundas florecer.
Lo cual, más allá de hacernos avanzar, individual o colectivamente, de maneras muy distintas adquiere, en las actuales circunstancias mundiales, un significado sustancialmente importante para Abya Yala. Porque nos coloca en la disyuntiva de pensarnos y construirnos como un continente que, enraizado en su originalidad, tiene algo propio creativo y diferente para aportar al mundo, o como un productor competitivo de bienes y servicios que se dedique a aumentar el PBI regional.
Lic. Carlos A. Wilkinson