NO ESTAMOS OBLIGADOS A SER GANADORES…NI PERDEDORES

En una nota anterior decíamos que el divulgado valor de que debíamos ser competitivos, correspondía a una forma de ver la sociedad como un ámbito de lucha. Afirmábamos también, que esa visión se justificaba con una concepción  distorsionada y falsa de la naturaleza, en la que los conflictos se sobredimensionaban, hasta colocarlos como su elemento central. Pues bien, la cuasi obligación de convertirnos en “ganadores” y obtener el “éxito” que hoy se nos intenta imponer como pauta cultural incuestionable, no es otra cosa que el corolario final de esa mirada sobre lo que una sociedad es y debe ser. Obviamente, la contracara de los ganadores y el éxito, son los perdedores y el fracaso. De manera que, en última instancia, la dinámica social, según esta visión,  se reduce y resuelve en un conjunto de ganadores y un conjunto de perdedores.  Con el agregado, claro está, de la creencia según la cual los ganadores ocupan ese lugar como producto exclusivo de su propio esfuerzo, de la misma forma que los perdedores son la consecuencia de su desidia e incompetencia. La condición socialmente prestigiosa de los primeros y degradante de los segundos, cierra el círculo de esta manera tan particular de concebir y construir los conjuntos humanos.

 

Esta forma de entender la vida humana en común, se empezó a gestar lenta y silenciosamente en Europa, allá por la época del renacimiento, cuando las individualidades y sus acciones personales, comenzaron a cobrar relevancia creciente sobre las comunidades y sus construcciones conjuntas. Bastante tiempo después, obtuvo su certificado de nacimiento al momento en que la palabra comunidad fue sustituida en el lenguaje académico por la palabra sociedad, para designar a los colectivos humanos. La diferencia entre una comunidad y una sociedad es abismal. Mientras la segunda se asienta en un acuerdo racional y voluntario fundado en los  intereses de las partes que la constituyen, la primera es el ámbito social común e integral – material, mental y emocional – donde las vidas humanas individuales se gestan, nacen, desenvuelven y expiran. Mientras la sociedad es el producto de actos intencionales y utilitarios, cuyo modelo son las sociedades comerciales conformadas para explotar un negocio, la comunidad es una realidad vincular producto de una historia cargada de experiencias, ideas, sentimientos y formas de actuar colectivas, que precede el nacimiento y continúa después de la muerte de cada uno de sus miembros; su eje es la  pertenencia a una realidad social superior a los individuos, de la que estos reciben hasta la vida y a la que aportan hasta la muerte. Es decir, los vínculos comunitarios son una realidad mucho más amplia, profunda y determinante que las acciones intencionales destinadas a satisfacer intereses, propia de los vínculos societarios. Sin embargo, a principios del XX el sociólogo alemán Max Weber ya había detectado el crecimiento sustantivo de relaciones del tipo “societales” sobre las comunitarias en los conjuntos humanos europeos de la época; lo que lo llevó a postular la existencia de una transformación importante según la cual la forma colectiva de comunidad iba perdiendo vigencia y siendo sustituida por las formas de vinculación racionales e interesadas, características de la sociedad. El largo proceso iniciado en el renacimiento, se había corporizado finalmente en el continente europeo. Desde allí se expandió e intentó imponerse al resto de los conjuntos humanos del planeta. La fracción europea anglosajona fue la que más avanzó en esta manera de concebir y construir los conjuntos humanos, alcanzando su máxima expresión en la cultura norteamericana actual, con su división de la sociedad en ganadores y perdedores, y la consiguiente divulgación de los valores orientados a “tener éxito y ganar”, como los centrales de la vida social.

 

Así como la sociedad, entendida como una multiplicidad de contratos donde unos ganan y otros pierden, deja de lado una cantidad de sentimientos, concepciones del mundo, experiencias históricas y aspiraciones colectivas propias de las comunidades, la obligación culturalmente establecida de “tener éxito y ganar” excluye una cantidad de dimensiones de la vida humana. Dimensiones a las que otras culturas, diferentes a la moderna de origen europeo, les asignan un alto valor y consideran irrenunciables. Y así como existen conjuntos humanos impregnados de la necesidad de ganar y del temor a perder, cuyos miembros quedan vacíos de sentido si todos los días no se involucran en esa lucha por el éxito, hay otros conjuntos humanos que sienten sus vidas absolutamente vacías de sentido, si se les impone adoptar dicha lucha como lo central de su vida.

 

Uno de estos conjuntos humanos es el indoiberoamericano, ese  complejo sociocultural mixturado, fundado en la convivencia durante quinientos años de prácticamente todas las razas de la humanidad y la interpenetración de componentes culturales indígenas ancestrales, europeos y africanos; mezcla todavía no consolidada ni configurada completamente, pero con una identidad claramente diferente al resto de los conjuntos humanos del planeta. Un conjunto humano aún joven y en formación, pero que, sin lugar a dudas, no se ajusta al modelo de sociedad “moderna” que pretenden imponerle desde EEUU y Europa; ni mucho menos a naturalizar la dinámica de ganadores y perdedores, como eje central de su vida en común. Un análisis somero de las expresiones de sus pensadores más genuinos y de sus líderes más populares, confirman esta realidad: la realidad de un conjunto humano llamado a gestar formas de convivencia, originales y completamente distintas a las vigentes. Si se anima a hacerlo y puede superar los obstáculos, que la concentración de poderes del planeta, le imponen.

 

Uno de los valores que se atisban como fundamentales y fundantes de esta cultura en gestación y desarrollo es, justamente, la importancia asignada al “nosotros” por sobre o en un plano de igualdad respecto al “yo”. De donde se deriva la conciencia de pertenencia a la comunidad como algo no solo insoslayable, sino también como un valor positivo y encomiable. Valor en el que confluyen elementos culturales de distintos orígenes tales como el sólido “nosotros estamos en la tierra” indígena, el sentido cristiano de la hermandad humana y la insustituible unificación social musical, de hondas raíces tribales africanas. Todos amasados a lo largo de quinientos años, por distintos caminos y de diferentes formas,  hasta conformar una masa crítica cultural difícil de ignorar.

 

Un imperativo del momento es dejar de incorporar y absorber valores extraños a nuestro modo de ser profundo y emprender la tarea de identificar con claridad ese modo de ser, aceptarlo, asumirlo y desarrollarlo en las distintas dimensiones del hacer humano colectivo. Dejar de imitar e importar modelos de vida colectiva extranjeros que deterioran y obstaculizan la maduración de nuestra identidad colectiva indoiberoamericana. Para empezar a desenvolver la enorme y auténtica riqueza cultural que poseemos, traduciéndola en formas organizativas políticas, sociales, económicas, científicas, tecnológicas y artísticas, originales y novedosas. Este mundo que parece encaminarse al suicidio colectivo, lo necesita.