ELEMENTOS DE LA GRIETA A RESOLVER III: LO COMÚN FRACTURADO

La vivencia que los argentinos tenemos de lo común es por demás extraña; mientras es muy sólida la percepción de un “nosotros”, la conciencia de lo “nuestro” es muy débil y fracturada. Veamos esto con más detalle.

Hace un tiempo una pareja de amigas que había viajado a Orlando, observando la gran cantidad de hombres que paseaban por ahí, se propusieron como juego tratar de identificar los que eran argentinos. El resultado las sorprendió; detectaron con total certeza cuáles eran argentinos y cuáles no. Por la forma de vestirse, por la manera de caminar y conducirse, por la mirada, por la forma de hablar, no sabían muy bien por qué, pero lo cierto fue que la identificación les resultó absolutamente certera. A los varones nos pasa más o menos lo mismo con las argentinas en el extranjero. De manera que identificar a los conciudadanos a partir de los rasgos comunes que poseemos, no nos resulta difícil. El reconocimiento de que tenemos formas de ser semejantes, diferentes de las de otros, nos habla de un “nosotros” muy claro y perceptible en nuestra conciencia. Puede ser que esas formas semejantes de ser se critiquen o sean motivo de oprobio, como la viveza o el trampeo de cuanta regla se nos ponga en el camino; puede ser que se alaben o sean motivo de orgullo como nuestra sensibilidad, solidaridad o creatividad. Pero más allá de su valoración, esas características se asientan en la conciencia de las similitudes que tenemos entre nosotros, que nos diferencian de otros; tenemos una percepción muy fuerte y clara de que existe un “nosotros”.

No nos resulta tan fácil, por el contrario, vivenciar como “nuestras” las características  de la sociedad nacional que nosotros mismos, de la forma que sea, generamos. Salvo en la música – sea tango, folklore o rock – en la selección de futbol u otros deportes muy difundidos y, quizás, muy recientemente, en una historia política común, los argentinos no reconocemos fácilmente otros aspectos de nuestra vida colectiva como “nuestros”. Es decir como productos del accionar de “nosotros”.  Es algo así como tener un nosotros, sin algo nuestro; un nosotros con un nuestro al que vivimos mayormente como ajeno. Por eso nos resulta habitual decir que “somos” así o asá, pero cuando nos referimos al espacio de construcción social común, nos referimos a “este” país y no a “nuestro” país.

La forma en que los argentinos vivimos lo común muestra, en consecuencia, una desigualdad muy pronunciada entre la fuerza con que se percibe la similitud entre los miembros de la comunidad argentina y la debilidad con que se registra el resultado de la participación de dichos miembros en la construcción colectiva de esa comunidad. La frase “Yo, argentino”  expresa en un mismo enunciado los dos sentidos: el argentino como semejante y el argentino como no involucrado en la construcción de lo común.

La ajenidad con que vivimos la construcción colectiva exige una explicación. Tres factores histórico-sociales se pueden considerar como gestores consecutivos y acumulados de esta particular configuración interior que tenemos de lo común.

En nuestros remotos orígenes – los tres siglos que van desde la llegada de Solís en 1516 hasta 1810 – las formas de ser y actuar criollas originales, establecidas por las tradiciones, usos y costumbres fundamentalmente gauchas, fueron olímpicamente desconocidas por el orden español, cuando no obstaculizadas o atacadas por las leyes y poderes organizativos que España instrumentaba en estas tierras. Este hecho dejó su impronta en la experiencia colectiva de la construcción social que, por venir de un afuera lejano y contradecir lo propio cercano, resultó, al menos parcialmente, ajena.

El otro aspecto de lo nuestro, lo español, diferente a lo criollo pero ligado por origen y convivencia a él, se desprestigió marcadamente durante el siglo anterior al de nuestra independencia, porque quedó ligado a la decadencia notable de España respecto a otros países de Europa, como Inglaterra Holanda y Francia. Esto determinó que naciéramos al mundo independiente con una madre patria europea considerada atrasada y denostada en el seno de una Europa que, al mismo tiempo, imponía al resto del planeta el concepto de su civilización progresista como la única válida y perfecta. Con el triunfo, años después, de los unitarios, que se consideraban adelantados de dicha civilización en estos lares, se impuso la idea de que la construcción social, para ser buena, debía ser “de afuera” – de Inglaterra y Francia o a lo sumo Alemania – y  “no nuestra”, incluyendo en lo nuestro lo español, venido a menos. El principio político rector de civilización o barbarie que los guiaba – donde lo nuestro propio y mayoritario era considerado bárbaro – selló en el inconsciente colectivo la inhabilidad del “nosotros” para construir lo “nuestro”. Mas como suele suceder en estos casos, el inconsciente colectivo se cobró su factura: reaccionó cerrándose en el nosotros y considerando toda construcción social de lo nuestro, como ajeno.

Finalmente, el tercer hecho que tiene gran importancia para entender el origen de la escisión entre el nosotros como identidad y lo nuestro como construcción común, es la forma en que se recibió la ola inmigratoria europea y sus consecuencias. Muchas veces se afirmó que la ausencia del sentido de lo común como propio, se originó en la enorme magnitud que la población inmigrante tuvo en nuestro país; una población que vino a hacerse la América e irse y no a hacer América. Esto no es del todo cierto; de hecho, gran parte de los que vinieron se quedaron.

Lo que resultó determinante, eso sí, fue la forma en que se los recibió. Porque la elite dirigente de la sociedad que absorbía la masiva inmigración española e italiana en los niveles bajos y medios de la sociedad, les mostró rápidamente que rechazaba cualquier intento suyo de participar en la  construcción de lo común, a la vez que les prodigaba un similar desprecio – por su condición de europeo del sur – al que se le daba a la población gaucha nativa. En el extremo opuesto, la elite, al considerar lo extranjero europeo del norte – inglés, francés o alemán – como superior a lo nativo, facilitó que estos reducidos contingentes migratorios se integraran fácilmente a los círculos sociales altos; y al incorporarse a ellos, admirados por su carácter de extranjeros, se encargaron de reforzar la valoración de la superioridad de lo foráneo sobre lo nativo, en la construcción de lo común.

Como producto del desprecio y del impedimento a intervenir en la construcción de lo común, similares para la población inmigrante baja y media, y para la población gaucha, surgió el radicalismo liderado por Hipólito Yrigoyen. Cuando el radicalismo y posteriormente el peronismo promovieron la re-involucración de las masas populares en la  construcción de lo común, encontraron dos tremendos obstáculos para ejercer plenamente ese papel y sentir el país nuestro como resultado de la acción del nosotros: una identidad falsa que confundía la conciencia sobre de dónde veníamos y lo que éramos y una autoridad dañina que los menospreciaba y atacaba (1). Esto provocó una reacción que dio origen a una identidad distinta de la oficialmente propagada y a una autoridad diferente a la impuesta por las votaciones fraguadas o los golpes militares; es decir un país “nuestro” discordante con el establecido.

Así, a la entendible fragilidad de la conciencia de lo nuestro, como producto del accionar de nosotros, se sumó la conformación de dos “nuestros”. De dos países enfrentados entre sí, de tal manera que la pertenencia a uno impedía la pertenencia al otro y viceversa; con lo cual no se terminó de configurar un verdadero nuestro, en tanto construcción resultante del accionar de todos.

Sin embargo, por debajo del enfrentamiento entre los dos nuestros opuestos,  la conciencia de que el país es el resultado del accionar de todos, incluido en ello el propio enfrentamiento, fue aumentando en los últimos decenios.  En parte por el peso propio de los doscientos años de vida independiente y el efecto que tomar conciencia de ese hecho, produjo en la población. La calma, la alegría, la serenidad y la satisfacción de sentirse pertenecer a una patria común, que puso de manifiesto la inconmensurable multitud que acompañó los festejos del bicentenario de la Revolución de Mayo, fueron un signo del incremento de dicha conciencia.

La reciente incorporación masiva de la juventud a la actividad política, independientemente del signo partidario pero claramente visible en forma repentina a partir del fallecimiento de Néstor Kirchner, es otro indicio del cambio señalado. Cambio que corre paralelo a la pérdida del valor asignado a la vieja consigna del “no te metás” anterior al terrorismo de estado y fuertemente incorporado en las conciencias juveniles, luego de ver lo que había pasado en los setenta con la generación de sus padres.

Los inobjetables avances de los gobiernos kirchneristas tanto en reclamos muy sentidos – como el juicio y castigo a los delitos de lesa humanidad – en la ampliación de derechos, en el desendeudamiento y en la mejora del nivel de consumo popular, como en la “oficialización” de una conciencia histórico política divergente de la tradicional, seguramente colaboraron a fortificar la conciencia de lo nuestro como producto del accionar del nosotros. No menos importante resultó la re-conexión con los países hermanos de nuestra América, para consolidar la percepción de un nuestro y de un nosotros ampliado.

Finalmente el triunfo del PRO en las últimas elecciones nacionales, hecho inédito en la historia nacional, es, a la vez, un síntoma de la existencia de los dos “nuestros” y, paradójicamente, del hartazgo de la población con los enfrentamientos entre ellos. No por casualidad el bien estudiado eje de la campaña publicitaria y marketinera del partido victorioso, se centró fuertemente en la propuesta de superar la grieta. La perspectiva de concretar dicha superación teniendo en cuenta el primer año de gobierno, con la ampliación del abismo económico en el país y la permanente alusión a la pesada herencia, genera una duda más que razonable sobre la posibilidad de que el gobierno la impulse. Pero la distribución del poder político y social en el país, hacen difícil que pueda mantenerla y mucho menos ampliarla más de lo que ya se amplió, lo cual no deja de ser una condición favorable para superar el nuestro ajeno y fragmentado hoy existente. Lo más probable es que la involucración activa de los distintos sectores políticos sociales y económicos aumente y, en consecuencia, la conciencia de lo nuestro como producto de ese accionar del nosotros, también crezca. A su vez el cansancio de la población con el enfrentamiento político entre los dos países, contiene implícitamente el reclamo de empezar, de una vez por todas, a construir un solo país; reclamo que empieza a tornarse en la exigencia de que quien gobierne lo haga para todos y achicando, no agrandando, las diferencias existentes.

Por lo cual hoy  nos encontramos en un punto donde la conciencia de lo nuestro como resultado del accionar del nosotros, tiene la posibilidad de dar un salto cualitativo y ser un factor determinante para superar la grieta. Tanto en el sentido de desarrollar y consolidar una fuerte conciencia de un nuestro único, como en el sentido de la involucración de todos en su mantenimiento, construcción y distribución equitativa de esfuerzos y beneficios.

 

(1) Ver en este mismo blog las notas  LOS ELEMENTOS DE LA GRIETA A RESOLVER I y II

ELEMENTOS DE LA GRIETA A RESOLVER II: LA AUTORIDAD DAÑINA

Otro de los problemas centrales que debemos abordar para resolver la grieta, es el de la forma en que concebimos y ejercemos la autoridad en la Argentina. Toda sociedad genera una forma particular de manejarse con el poder, que se sustenta en un contrato de autoridad; es decir, un contrato, ciertamente implícito y no escrito, que relaciona a la población con sus autoridades y viceversa. Dicho contrato  establece quien tiene derecho a mandar y quien tiene la obligación de obedecer, el porqué y para qué de ese derecho y esa obligación y, sobre todo, el cómo deben ejercerse ambos lugares de la relación de autoridad.

 

De más está decir que las sociedades pueden arribar a ese contrato por medios que van desde un máximo de consenso y un mínimo de coacción, hasta el extremo opuesto: un máximo de coacción y un mínimo de consenso; consistente este último, en acordar con un estado de cosas porque, de no hacerlo, se corre el riesgo de ser eliminado. Vale aclarar asimismo que los contratos de autoridad, al igual que todos los contratos, son susceptibles de ser cuestionados, rescindidos y transformados, de acuerdo con las relaciones de poder entre autoridades y población.

 

Como se puede entender fácilmente, el tema del contrato de autoridad se encuentra íntimamente vinculado con el de la identidad. Porque, como vimos en la nota anterior, según sea la forma en que definimos de dónde venimos y quienes somos, serán las actitudes y criterios que tendremos en relación a la sociedad de la que formamos parte. Entre ellas, las actitudes y criterios que tendrán las autoridades respecto al pueblo y, viceversa, las que tendrá el pueblo respecto a ellas.

 

En efecto, si nos concebimos como una sociedad nueva, original, distinta de las que la precedieron y producto de la mezcla creativa de etnias diferentes – como pensaba J.V. González – la  autoridad será concebida y ejercida  considerando esas etnias, promoviendo su convivencia e impulsando las creaciones de todo tipo que emerjan de dicha integración. Por el contrario si nos concebimos como una sociedad cuya única parte importante y valorable es la que continúa la civilización europea – como pensaba B. Mitre – la autoridad será concebida y ejercida para profundizar dicha continuidad y obstaculizar, anular o eliminar cualquier elemento que no surja del “mundo civilizado”(1). Esta última forma de actuar reproduce en la vida políticamente independiente la mentalidad conquistadora con que los europeos arribaron a nuestro continente.

 

Históricamente, mientras la Confederación Argentina concibió y ejerció una autoridad más cercana al primer modelo, los triunfadores de Pavón concibieron y ejercieron una autoridad fundada en el segundo modelo. Nicolás Shumway lo expresa en estos términos: “las distintas regiones de América hispánica desarrollaron, al menos a nivel popular, una singularidad cultural, que las clases dirigentes, antes y después de la Independencia, no siempre supieron valorar…..después de la separación de España, la elite hispanoamericana se mantuvo mas al tanto de las últimas modas europeas que de la cultura popular que la singularizaba……. el pueblo llenó el vacío con su propio sistema de gobierno,………, el caudillo se vuelve símbolo visible de autoridad y protección …De hecho, buena parte de las guerras civiles que siguieron a la Independencia tienen su origen en los conflictos entre el realismo de los caudillos localistas y los sueños utópicos de la elite urbana”(2). Estas guerras civiles se resolvieron finalmente en Pavón a favor de la elite urbana, especialmente porteña, lo que generó una autoridad dañina para el mayoritario pueblo gaucho. Porque esas elites admiradoras del mundo europeo iniciaron un proceso no ya de desconocimiento del mundo criollo nativo – como habían hecho las autoridades virreinales españolas – sino que arremetieron directamente contra él; primero a través de su expresión, el caudillo y, cuando este fue derrotado, directamente contra el pueblo gaucho y todas sus formas de vida, sus códigos sociales y sus tradiciones.

 

Se impuso así un contrato de autoridad según el cual sólo los “civilizados” – léase los ilustrados sobre todo porteños – tenían derecho a mandar, mientras que los demás tenían la obligación de obedecer, so pena de ser despreciados como “bárbaros” o eliminados, si así no lo hicieran. El para qué en el cual se sustentaba este derecho, era la necesidad de alcanzar el “progreso” que la civilización europea postulaba como objetivo incuestionable de la humanidad. Finalmente el cómo debía ejercerse dicha autoridad, era relativamente claro: por la fuerza hasta que se lo aceptara y con cierto grado de consenso después de lograr imponerlo, respaldado en la atracción del “Progreso” y la amenaza implícita del desprecio si no se aceptaba. Obviamente la respuesta popular a este  contrato impuesto por el ejército nacional y las policías bravas, fue la esperable; el rechazo automático, la resistencia a la autoridad y la desconfianza permanente hacia ella.

 

Nada mejor para graficar estas características que revisar lo que relata el Martín Fierro. Dicho poema mítico nacional, como todos los mitos, está fraguado al fuego lento de la experiencia  colectiva del  pueblo y expresa la manera en que se ve y se vive el mundo o una parte de él; en este caso, esa parte del mundo social tan importante y vertebral como el sistema de autoridad. En el relato, un Juez de Paz ordena a Martín Fierro ir a una votación, cosa que nada significa para él, por lo que el día de la misma no aparece a votar. El Juez entonces lo califica como rebelde y opositor, persiguiéndolo hasta prenderlo. Cuando lo consigue, lo manda a la frontera y desampara absolutamente a su mujer e hijos, de manera tal que al volver de ella, solo encuentra una tapera, su mujer perdida y sus hijos desparramados por ahí. Al poco tiempo se va a vivir con los indios autodesterrado y luego de mucho tiempo regresa, se reencuentra con su prole y entre todos deciden separarse y cambiarse el apellido para poder sobrevivir mejor sin ser perseguidos.

 

Lo que muestra el poema es que la autoridad actúa sin sujetarse a ningún marco normativo que pueda contener o regular su accionar. Es una autoridad absolutamente arbitraria; no hay código alguno que contenga su voluntad y, consecuentemente, quienes están subordinados a ella, no tienen en donde afirmarse para cuestionar sus actos. En segundo lugar las acciones hacia sus subordinados ponen de manifiesto una arrogancia y una ferocidad terribles: lo considera despreciable y bruto, lo maltrata, lo echa a la frontera, le quita el rancho y desampara a su mujer e hijos. Ante una autoridad de características tan dañinas y agresivas, se plantean dos respuestas típicas: escapar de ella o utilizarla en beneficio propio a partir de una previa sumisión interesada. La primera está claramente expresada en la frase del mismo Martín Fierro que señala la necesidad de “gastar el pobre la vida, en juir de la autoridá”. Es la conducta básica aconsejable para adoptar frente a la autoridad; si se quiere mantener la dignidad y la integridad, hay que escaparse de ella, escamotearla, desobedecerla y evadirla, sin enfrentarla abiertamente. La segunda pauta de conducta  frente a esa autoridad dañina es la que toma el viejo Vizcacha: “hacerse amigo del Juez” para evitar el daño y obtener beneficios, a partir de ese sumiso e interesado acercamiento.

 

Este hecho histórico tuvo un tremendo impacto en la configuración del contrato de autoridad que se estableció en el país y va mucho de las asignaciones políticas de los actores que lo gestaron. Porque sobre el ejercicio de una autoridad que se legitima en una misión definida por ella misma , desconsidera o desvaloriza a aquellos a quienes quiere gobernar y desarrolla  una violencia activa sobre ellos, se monta un polo – el de los que mandan – de nuestro sistema de autoridad. Por su parte sobre la respuesta de resistencia evasiva que adopta la  población, se monta el otro polo – el de los que obedecen – del sistema de autoridad. Por eso los primeros dos rasgos que surgen nítidamente cuando analizamos el sistema de autoridad que todavía sostenemos los argentinos, son el ejercicio arbitrario y dañino de la misma por parte de quienes la detentan y la desautorización y desobediencia de sus dictados por parte de quienes están subordinados a ella.

 

Efectivamente, si observamos con detenimiento podremos ver que los argentinos de hoy todavía tenemos mucho de Jueces de Paz en la forma en que ejercemos la autoridad y mucho de Martín Fierro y Viejo Vizcacha en la forma en que actuamos frente a ella. La casi absoluta arbitrariedad y falta de sujeción a cualquier tipo de normas con que actúan y actuaron muchos políticos, jueces, militares, diputados, etc. nos exime de abundar en ejemplos. A su vez la ferocidad e impunidad puesta de manifiesto cuando de reprimir una conducta de desobediencia o rebelión se trata, jalona la historia argentina desde el fusilamiento de Dorrego, pasando por la mazorca rosista y los matanzas de los coroneles de Mitre, hasta los fusilamientos del 55 y el terrorismo de Estado. Por el otro lado resulta bastante evidente también la conducta rebelde y desconfiada pero evasiva que adoptamos frente a cualquier expresión de la autoridad, sea un político o un policía, un juez o un obispo;  eludir, esquivar o desobedecer sus órdenes sin enfrentar abiertamente a quienes las dictan, parece ser bastante común. Por último a nadie resulta extraña la conducta de hacerse amigo del juez, visible en infinitos puntos del sistema de autoridad.

 

Ahora bien, un sistema de autoridad donde el que manda cree que tiene todos los derechos para hacer lo que quiere y el que lo sufre solo encuentra en la evasión o la sumisión interesada a la autoridad, las formas habituales de soportarla, es un sistema enfermo; lo contrario de uno donde los de abajo confiemos en los de arriba, porque los de arriba respetamos y buscamos cumplir con nuestras obligaciones para con los de abajo.

 

Este contrato de ejercicio “dañino” de la autoridad, con su doble respuesta de “huir de la autoridad o hacerse amigo del juez”, se desarrolló con absoluta plenitud hasta inicios del siglo XX. Posteriormente vio un poco debilitada su vigencia, en parte por la inmigración europea que aportó otras formas de comportarse desde y frente a la autoridad y en parte por las profundas experiencias colectivas de una “autoridad benéfica” encabezadas por Yrigoyen y Perón. Sin embargo fue el 19 y 20 de Diciembre cuando dicho contrato quedó definitivamente quebrado en la sociedad. El último mes del año 2001 se rompieron, simultáneamente, los tres aspectos de un contrato de autoridad. Se partió el contrato entre quienes mandan y  quienes obedecen, al desconocer los segundos la potestad de los primeros para mandarlos. Se cuestionó el porqué y el para qué manda el que manda, desde el momento en que el repudio masivo se basó en impedir que continuara la dinámica económica y social que se había impuesto al país. Y por último se desmoronaron las reglas que establecen cómo va a mandar el que manda y cómo va a obedecer el que obedece, al difundirse un espíritu asambleario, que aparece una y otra vez en la población.

 

En el fondo de esta problemática se encuentra la ausencia de un código colectivo realmente aceptado y emocionalmente consolidado, creído y querido, sobre las obligaciones que le caben a todo aquel que ejerza una posición de autoridad. La oportunidad que nos brinda la ruptura del viejo contrato de autoridad para comenzar a superar la grieta, es la de fundar un código sobre el ejercicio de la autoridad que la obligue a cumplir el papel que, a juicio de la sociedad, debe cumplir. Puede ser que entonces se cierre la apertura mítica del Martín Fierro cuando, en la esperanza de “que venga un criollo en esta tierra a mandar» profetiza la configuración de un sistema de autoridad en el cual “sepa mandar el que mande y obedezca el que obedece”.

 

(1) Ver nota anterior “Los elementos de la grieta a resolver I: La Identidad”

(2) Nicolás Shumway “La Invención de la Argentina” EMECE Editores 2002 pags. 22, 23, 24