La expulsión ilegal de Yrigoyen del gobierno en 1930 rompió la endeble institucionalidad republicano democrática instalada en 1916 con la Ley Saenz Peña. A la vez que señaló el momento en que la elite argentina abandonó los sueños de sus mayores, para convertirse en un simple grupo de familias dedicado a defender sus intereses, por encima de cualquier proyecto colectivo.
Mientras esto sucedía, los límites de la explotación agropecuaria de la pampa húmeda y el desarrollo de la industria, impulsaron un proceso migratorio interno, que comenzó a poblar los suburbios de Buenos Aires con los descendientes de gauchos e indios. Modificando así las clases bajas urbanas del país a favor de un robustecimiento de sus raíces americanas.
Estos fenómenos junto con otros, desembocaron en el surgimiento del peronismo. El nuevo pueblo argentino, que había empezado a formarse con la mezcla de inmigrantes y gauchos, había adquirido, ya avanzado el siglo XX, una madurez suficiente como para formular un proyecto de país integral y propio en el cual reconocerse. Dicho proyecto, fundado en un humanismo solidario y comunitario, implicaba entre otras cosas, que para alcanzar la justicia social resultaba necesario generar una industrialización capaz de crear miles de puestos de trabajo. Durante diez años el peronismo desarrolló ese proyecto nacional que la experiencia yrigoyenista había insinuado y empezado a plasmar, profundizándolo, ampliándolo y consolidándolo.
Esto convenció a la elite que sólo si el peronismo era destituido podría reconquistar el poder que había empezado a perder. Por ese motivo, del mismo modo que frente al movimiento anterior, comenzó a buscar la forma de utilizar la fuerza para echarlo del Gobierno, lo que pudo concretar con el golpe de estado del 55. Los casi veinte años que siguieron al golpe militar estuvieron dominados por el propósito elitista obsesivo de eliminar al peronismo de la vida argentina. Dieciocho años después, Perón retornaba al país con un enorme respaldo popular; y en las elecciones obtenía más votos que nunca. ¿Por qué?
Es que desde el 55 hasta mediados de los 60 el proyecto del núcleo más duro y tradicional de la elite argentina fue, simplemente, ajustar el país, su consumo, su desarrollo e incluso su población, a las vacas con que contaba la pampa húmeda. Pero al influjo de las fuertes transformaciones internacionales posteriores a la segunda guerra mundial – el debilitamiento definitivo de Inglaterra, el fortalecimiento de EEUU y la aparición de la URSS – la composición y perfil de la elite argentina se fue modificando y con ella su proyecto de país. Los tradicionales latifundistas y exportadores completamente dependientes e íntimamente vinculados a Inglaterra, perdieron influencia relativa. En su lugar banqueros, accionistas y gerentes de empresas extranjeras y dueños de grandes estudios y empresas locales contratistas del Estado, muchos de ellos, a su vez, representantes de organizaciones financieras internacionales, fueron cobrando cada vez mayor relevancia en la dirección de la economía y del aparato de poder del país. La renovada elite autocalificada ahora como “modernizadora” o establishment empezó a bosquejar un proyecto de país distinto al de la vieja elite conservadora. Y los golpes de estado que necesitó impulsar contra Frondizi e Illía, le mostraron que el partido radical no era ya confiable para llevarlo adelante; lo que originó el partido militar. El gobierno de Onganía y Krieger Vasena fue el primer indicio de esta decisión, en el que se insinuó el nuevo proyecto de país elitista diferente de la simple estancia granja inglesa.
Por su parte la resistencia a desaparecer de la industrialización lograda en el gobierno peronista, así como la consolidación de fuertes empresas ligadas al Estado y la instalación de grandes empresas industriales extranjeras, produjeron dos hechos nuevos que cambiaron la fisonomía del país: el crecimiento de los sindicatos y la expansión del eficientismo, como criterio social válido por encima del criterio humanista.
Sin embargo la famosa “noche de los bastones largos” llevada adelante por Onganía con la intromisión violenta de la policía en las Universidades, al tocar un nervio altamente sensible de la clase media argentina, trajo aparejado otro cambio importante. Porque con esa represión la clase media sintió algo parecido a lo que sintieron los trabajadores cuando destituyeron a “su” presidente e intervinieron “sus” sindicatos: que la elite estaba dispuesta a arrasar con ellos, con sus obras y con sus condiciones de vida; con todo lo que era “suyo”. El impacto que esto produjo, tuvo un papel determinante en la ruptura de la larga alianza para destruir al peronismo, acordada de hecho entre la elite y sectores nucleares de la clase media. La violenta y rápida “peronización” de la clase media universitaria, producida pocos años después, será una muestra clara de la vinculación secreta provocada por esa intervención. Así como los posteriores acercamientos de las clases medias estudiantiles y profesionales con la clase obrera – sectores hasta entonces enfrentados – en luchas conjuntas para oponerse al régimen militar, que culminaron en el “Cordobazo”. El cual provocó la caída del gobierno y la asunción de Lanusse, quien, ante la imposibilidad de que el partido militar continúe conduciendo el país, terminó entregando el gobierno a Perón.
Por su parte el movimiento peronista, registró una transformación no menos significativa que la producida en la elite, al incorporarse vertiginosamente en su seno una masiva clase media juvenil universitaria recientemente peronizada. Tal incorporación a la vez que revitalizó el movimiento peronista, aportándole toda la energía, ideas nuevas e ilusión de la juventud, generó también una profunda división interna. La actitud extremadamente defensiva de los viejos peronistas y la irrupción exageradamente invasora de los nuevos, constituyeron el campo propicio para que el conflicto fuera aumentando en intensidad.
Lo cierto es que, al momento del retorno de Perón, el establishment había recuperado coherencia interna, contaba con fuertes apoyos externos, era la dueña de la gran parte de los recursos económicos concentrados del país, de las fuerzas armadas, de la mayor parte de los medios de prensa y contaba ya con el bosquejo de un nuevo proyecto de país. El pueblo no llegó igual al momento de su tan esperada victoria; a pesar de los amplios frentes electorales que lo expresaban, tenía una gran debilidad causada por el conflicto interno del peronismo, al que se sumaba el endeble estado de salud de su conductor.
Incentivando el estallido de dicho conflicto y a la espera de la muerte de Perón, el núcleo más poderoso y secreto de la elite renovada, se dedicó a elaborar un plan cuidadoso y detallado para asegurarse la recuperación total del poder. Con la destrucción del modelo de país anterior y un escarmiento ejemplar al pujante e indomable pueblo argentino. A preparar ese plan llamado “Proceso de Reorganización Nacional” con el que intentó reestructurar la “Organización Nacional” de mediados del siglo XIX a fines del siglo XX, se dedicó durante los tres años anteriores a Marzo del 76. Para ello desarrolló un modelo económico político y cultural adaptado al reciclado financiero de los petrodólares – fenómeno central de la economía mundial del momento – y a las ideas neoliberales. Su proyecto se fundó en la toma de deuda externa, la desindustrialización y la incorporación de tecnologías con bajo índice de trabajo humano en procesos extractivos de materias primas – sea petróleo, soja u oro – sustentadoras de las economías poderosas. Paralelamente, los planes represivos fueron planificados con minuciosidad y comprometiendo a los estratos superiores de las tres fuerzas, mientras se difundía masivamente la palabra “subversivo”, intencionalmente equívoca, para justificar la eliminación no de los 1500 guerrilleros que, como máximo, podían existir en el país, sino de decenas de miles de jóvenes argentinos rebeldes con potencial dirigencial.
Como consecuencia de la “Reorganización Nacional” planificada, además de eliminar parte sustancial de una generación luchadora, consiguió transformar una sociedad que mostraba un poderoso crecimiento del PBI industrial del 232% hasta 1974 a otra que pasó a crecer industrialmente a un escuálido 10% de allí en adelante, mientras su deuda externa subió de 8.000 a 140.000 millones de dólares. Tal destrucción económica trajo aparejada la descomposición del cuadro social argentino, que había logrado un perfil con amplios segmentos de ingresos medios en su composición, a uno socialmente empobrecido, asimétrico y desintegrado en cuatro compartimentos sociales estancos e incomunicados entre si. La ruptura de esta integración social fue acompañada por el debilitamiento del sistema de valores humanistas solidarios y comunitarios, preexistente y el fortalecimiento de otro fundado en la eficiencia y el individualismo, lo que terminó de debilitar profundamente los vínculos sociales.
Sin embargo la presencia de un decidido grupo de madres que dio vueltas semanalmente en la Plaza de Mayo demandando saber el destino de sus hijos secuestrados, una incipiente pero creciente resistencia sindical y finalmente la derrota de la guerra de Malvinas, terminaron de echar por tierra el gobierno militar iniciado en Marzo del 76. Pero no terminaron en absoluto con el dominio que el establishment había adquirido sobre la sociedad, ni con el nuevo proyecto de país que había impuesto.
El desenvolvimiento de los gobiernos democráticos de Alfonsín, Menem y De la Rua, pondrán esto en evidencia. El primero juzgó a los comandantes por el terrorismo de estado y avanzó en la creación del Mercosur, pero con las leyes de punto final y obediencia debida y el plan austral, se terminó subordinando a la voluntad elitista. Cuyo siguiente paso fue la privatización de las empresas estatales a manos de empresas y bancos extranjeros en asociación con los “capitanes de la industria” locales, que ejecutó Menem. Junto con la convertibilidad de Cavallo que fomentó la bicicleta financiera, los viajes a Miami y el consumismo, potenciando el estilo del medio pelo en la sociedad argentina. Mientras, fuera de los focos del jetset, las industrias morían a raudales y las masas de desocupados, empobrecidos y marginados, aumentaban a pasos acelerados. Los sectores más castigados del país idearon los piquetes y formas organizativas nuevas y originales de resistencia. Pero fue De la Rua, con su torpe implementación de la famosa banelco para conseguir la ley de contrato de trabajo que “liberaría y democratizaría” las fuerzas laborales al influjo de las leyes del mercado – próximo objetivo del proyecto elitista – y su más torpe seguimiento de las recetas del FMI, lo que provocó que la población estallara masiva, espontánea y caóticamente, planteando su rechazo a la dirigencia política en general, con el famoso “Que se vayan todos”. Luego de algún intento por controlar el estado de rebelión generalizado, la masiva manifestación del 26 de Junio de 2002 en rechazo a los asesinatos de Kosteki y Santillan, condujo al llamado a elecciones que dio por resultado los gobiernos kirchneristas.
Durante los mismos no solo se trataron con mucho cuidado y hasta respeto las diversas manifestaciones, demandas y reclamos populares. Se modificaron algunos aspectos básicos y centrales del modelo de país elitista, que el establishment había implantado con los gobiernos militares, y consolidado durante los gobiernos electos democráticamente hasta entonces. La anulación de las leyes de obediencia debida y punto final, con el consiguiente impulso a los juicios por los delitos de lesa humanidad, la liberación del control y de la presión constante ejercida sobre las políticas económicas por parte del FMI, la importancia otorgada en la política económica al mantenimiento y/o ampliación del consumo por parte de la población, asegurando el mercado interno, la re estatización total o parcial de actividades privatizadas por los gobiernos anteriores y finalmente, la consolidación y desarrollo de la alianza Argentina Brasil desde la que se impulsó el Mercosur y se construyó una red de acuerdos continentales que le dieron cierto juego propio a nuestra América en el concierto mundial, fueron algunos de los cambios operados sobre el país elitista.
A pesar de todos ellos, que le valieron una animadversión creciente del establishment y de los sectores por él más influenciados, los gobiernos kirchneristas no profundizaron la insuficiente democracia “representativa” vigente, más allá de un insustancial remedo de las internas abiertas estadounidenses. Tampoco alteraron sustancialmente el amplio dominio financiero y extractivo exportador sobre la economía nacional, a pesar de impulsar un crecimiento industrial importante. Ambas deficiencias, en el marco de una sociedad que en los últimos decenios profundizó la degradación democrática a favor del crecimiento de la influencia de los centros de poder concentrado, condicionó fuertemente, junto con otras causas internas que sería largo detallar aquí, la finalización de los gobiernos kirchneristas y el inicio del gobierno macrista.
Primer gobierno elitista que accede electoralmente al poder público formal y cuyas primeras acciones no dejan muchas dudas sobre una muy probable intensificación – en clave postmoderna siglo XXI – de un nuevo enfrentamiento entre los polos de la grieta argentina: la elite y el pueblo.