EFICIENCIA ECONÓMICA O FELICIDAD POPULAR

Con este  artículo abrimos una serie de notas con informaciones, propuestas y debates sobre lo que queremos ser como país, como sociedad. Podría llamarse “Che Vos ¿Quién querés ser?”. Pero como lo que uno quiere ser, está fuertemente condicionado por lo que uno es, decidimos mantener esta nueva serie dentro del mismo blog.

 

Seguramente si alguien formulara en público la pregunta ¿por qué un gobierno debe ser eficiente? todos los presentes se responderían interiormente algo así como “porque es obvio ¿o un gobierno debe ser ineficiente?”. Muy probablemente, a su vez, quien la hiciera quedaría como un chiflado, un desubicado o, simplemente, como alguien que quiere llamar la atención. Estas reacciones, más que decirnos algo sobre la verdad o pertinencia de la cuestión, nos estarían confirmando que en nuestra sociedad actual, la creencia de que un gobierno debe ser eficiente y promover que la sociedad lo sea, está profundamente arraigada; tan arraigada, que no podemos imaginar pensar de otra manera.

 

Sin embargo, en toda la historia humana no se creyó nunca que la eficiencia debía ser el objetivo central de un gobierno. La idea de que el Estado debe ser eficiente y buscar la eficiencia de la sociedad toda, se empezó a insinuar en la segunda mitad del siglo XX. En nuestro país comenzó a aparecer, aunque mesuradamente,  en el gobierno de Onganía y Krieger Vasena. Pero recién hace menos de cuatro décadas se piensa de esta manera, planteándola como una orientación obligatoria para los gobernantes. Desde que Thatcher y Reagan llegaron a los gobiernos de sus dos países y pusieron en marcha, a nivel mundial y concertadamente, el modelo de Sociedad y  Estado neoliberal.

 

De manera que preguntarnos si los gobiernos deben tener como propósito básico la eficiencia, no es algo delirante, ni fuera de lugar. Todo lo contrario. Es fundamental. No solo para entender mejor uno de los cimientos del mundo en el cual estamos viviendo. También para elaborar los principios de una sociedad distinta. Porque cuando nuestros gobiernos justifican distintas políticas en la necesidad de ser eficientes y aprobamos  estos argumentos, aunque “haya algo en ellos que no nos termina de convencer”, estamos dando pie a la construcción de una sociedad neoliberal; en lugar de plantearnos si para el tipo de sociedad que nosotros queremos, la eficiencia debe ser el centro de gravedad del accionar estatal y, en caso de que no lo sea, cuál valor central debe sustituirlo.

 

A nadie cabe duda que la eficiencia, entendida como la diferencia entre el costo y el beneficio de una acción, de manera tal que se obtengan los mayores resultados económicos con la mínima inversión, es un concepto propio del ámbito empresarial. Es en ese ámbito donde resulta un valor entendible, aceptable y en el que obtiene su pleno y legítimo significado; ya que, en última instancia, si una empresa no consigue esa diferencia, no puede sobrevivir. Pero extender este concepto hasta  convertirlo en el objetivo del accionar político del Estado, desvirtúa totalmente la función de éste. Con graves consecuencias para la sociedad que adopta esa práctica política.

 

¿Cómo se puede medir económicamente la felicidad de los niños enfermos en un hospital cuando reciben la visita de unos payasos? ¿Cuál es la eficiencia y rentabilidad de ese accionar? Sin embargo ¿no es necesario para una sociedad que existan este tipo de acciones? ¿Cómo se puede medir económicamente la angustia, frustración y hasta quiebra de identidades en un pueblo que desaparece, porque su actividad económica deja de ser “rentable”? ¿Y si no se pueden medir esos resultados humanos tan importantes y significativos, cómo se establecer un  beneficio o una rentabilidad? ¿Cómo se puede medir económicamente la sensación de exclusión y el enojo, agresividad o depresión que se produce en una población marginada? Y aunque se pudiera medir y resultara poco significativa económicamente ¿es importante para la sociedad que se realicen acciones con el fin de incluirla, o no tiene sentido hacerlo porque resulta “ineficiente”? ¿Cómo se mide económicamente el abandono de su carrera por un investigador bioquímico, para convertirse en taxista? E, independientemente de si puede medir o no, ¿es conveniente que una sociedad genere fenómenos de este tipo? ¿o debería preocuparse para que esto no suceda, aunque conlleve algunas inversiones, cuyos resultados son muy difíciles de cuantificar económicamente? ¿Cómo se mide el impacto psicológico, familiar y barrial de un empresario que se ve obligado a cerrar su empresa? ¿y el de un obrero que pierde su trabajo? Y si no fueran medibles y, en consecuencia, imposible de calcular la eventual “eficiencia” de medidas orientadas a impedirlos, ¿debemos por eso despreocuparnos de ellos? Estos y mil ejemplos más que cada uno puede imaginar, son las preguntas que debemos hacernos para aceptar o no a la “eficiencia” como criterio básico del  gobierno de una sociedad. Naturalmente, rechazar la eficiencia como objetivo central a alcanzar en la sociedad por medio del accionar estatal, no significa que haya que despilfarrar recursos. El cuidadoso y adecuado manejo de los recursos, es un medio para obtener los  objetivos del Estado, pero no puede ser su finalidad esencial.

 

Considerando que la obtención de eficiencia económica en la sociedad no puede ser el fin de un gobierno, es muy importante que empecemos a identificar y clarificar otros fines para el Estado y la sociedad que deseamos. Nada mejor para eso que, en lugar de especular teóricamente, investigar lo que plantearon los líderes de los movimientos populares que expresaron valores profundamente arraigados en nuestro pueblo. Nos referimos a Yrigoyen y Perón.

 

El primero expresó claramente cuál había sido la finalidad de su gobierno cuando inauguró la isla de Martín García como cárcel de presidentes díscolos: “Hice un gobierno de la más alta razón de Estado – expresó – … y dije que bajo la bóveda del cielo argentino no habría desamparo para nadie, como así sucedió”.  Dos veces electo, una masa humana que a su muerte lo veló a lo largo de tres días y un cortejo fúnebre que llevó a pulso su féretro durante cuatro horas, confirmaron, con hechos, que el pueblo había percibido y aprobado ese fin. Para el segundo, la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación eran los objetivos que debía perseguir el Estado. Tres elecciones ganadas ampliamente y, de nuevo, un largo y sentido velatorio, afirmaban nuevamente, que el pueblo había reconocido y aceptado dichos objetivos de gobierno.

 

Como puede observarse, nada más lejos de estos fines que el concepto según el cual los gobiernos deben perseguir la “eficiencia”. En efecto, el amparo de todo poblador del suelo argentino, la felicidad popular y la grandeza nacional, son las más altas “razones de Estado” cuyo valor humano y social, superan ampliamente y profundamente los estrechos y económicos márgenes de la “eficiencia” que nos propone el neoliberalismo. Y obtuvieron, además, un incuestionable respaldo por parte de nuestra  cultura popular; lo que significa que no son un invento, sino que están arraigado en nuestra forma de ver y sentir la vida. Es hora de que las generaciones actuales nos animemos a bosquejar el país futuro que emerge de nuestra propia identidad, atendiendo a los objetivos políticos explicitados por los conductores populares y aprobados históricamente por nuestro pueblo. Trazando y andando los caminos necesarios para convertirlos en realidad, a partir de las condiciones actuales de la sociedad en que vivimos.