¿HOMBRES LIBRES, O SUELTOS Y ENEMIGOS?

La llamada civilización moderna, que es la dominante en el mundo actual, se empezó a bosquejar inicialmente en la Europa del renacimiento y tuvo como una de sus ideas y valores centrales la libertad del hombre. El lugar preponderante que ocupó este concepto, tenía su razón de ser. Emergió en un contexto en el cual las luchas de los burgueses por liberarse del dominio monárquico, de los creyentes en nuevos credos por hacerlo del dominio papal y de los campesinos por hacerlo de los señores feudales, configuraban el escenario de esa época europea.

Sin embargo, a pesar de tener tanta importancia, la forma de concebir la libertad contuvo, desde su inicio, imprecisiones y sentidos diferentes que no solo tornaron confusa su interpretación cultural, también posibilitaron que la misma fuera mutando a través del tiempo. En primer lugar, no quedó claro si la libertad, como valor esencial de la sociedad que se proponía, se refería a la libertad de una persona o de una comunidad, o de las dos. En segundo lugar se la entendió inicialmente tanto como la ausencia de determinaciones externas, cuanto como la capacidad de autodeterminarse; dos definiciones parecidas, pero no iguales. Porque en el primer caso el acento se pone en que no haya ningún factor que obligue, determine o influya en los actos y decisiones que se toman, mientras en el segundo se remarca la importancia de contar con la facultad interna de pensar, decidir y actuar por si, independientemente de los condicionamientos externos; de una se deriva que para asegurar la libertad hay que anular los factores externos que la limitan, de la otra que hay que profundizar la capacidad de pensar, decidir y actuar por si mismo para ser libre.

Estas indefiniciones e interpretaciones en los momentos iniciales de esta nueva matriz civilizatoria en gestación, se fueron aclarando con su desenvolvimiento histórico; a medida que sus componentes individualistas se desarrollaron con mayor intensidad y profundidad.

En efecto, inicialmente y durante los primeros siglos del despliegue de la civilización moderna, el sujeto de la libertad fue tanto el individuo como la comunidad, pero poco a poco, a medida que los Estados europeos se consolidaban y se expandían por el mundo, el sujeto comunitario de la libertad fue desdibujándose, en tanto la libertad de los individuos cobraba cada vez más relevancia. Lo que sucedió así por varias razones. Una porque las sociedades europeas dominantes ya habían afianzado su libertad colectiva como Estados-Naciones, por lo que ésta fue perdiendo significado práctico para ellas. Pero también, porque acentuar como valor la libertad comunitaria en las sociedades que eran colonizadas, iba en contra de los intereses expansivos de ellos mismos, convertidos ya en imperios. Mientras tanto, la excelsitud de las libertades individuales fue adquiriendo, en el modelo de sociedad deseable que promocionaban para si y para el resto del mundo, un significado lógico-valorativo central: era el eje en torno al cual, ideológicamente hablando, debía estructurarse toda la sociedad, en lo político, en lo económico y en lo cultural.

Por otra parte, la libertad entendida como ausencia de determinaciones externas o como autodeterminación interna, tuvo también su evolución, pero con una dinámica y cambio de contenidos diferentes. En este caso, desde su inicio hubo un predominio claro de la concepción según la cual la libertad se consideraba como la ausencia de determinaciones externas, lo que siguió acentuándose con el correr del tiempo; si bien su significado como autodeterminación no desapareció completamente, quedó reducido a un papel cada vez menor.

Cuando, históricamente, el concepto de libertad del individuo se impuso y se combinó con la visión de ella como ausencia de determinaciones externas, terminó decantando la idea de que para ser libre era necesario desvincularse de cualquier lazo o relación que pudiera condicionar las decisiones personales. Esta concepción cultural de la libertad,  comenzó a prefigurarse en el siglo XIX y quedó sólidamente establecida en el siglo XX. De allí que desde entonces la civilización moderna, en realidad, haya empezado a promover no tanto hombres libres, como hombres sueltos; seres humanos “liberados” de todos los vínculos sean familiares, culturales, políticos, sociales o económicos – comunitarios en suma – que pudieran condicionar su “libertad”.

Pero este proceso de transformación del concepto de libertad y, consecuentemente, de uno de los valores centrales de la civilización actual, no terminó ahí. Porque, siguiendo el camino opuesto a la desvinculación comunitaria, se generó una vinculación mayúscula con medios de información que inhibieron marcadamente la libertad individual, si la concebimos como la capacidad de contar con pensamiento propio para autodeterminarse. En efecto, desde la segunda mitad del siglo pasado hasta la fecha, el desarrollo de sofisticadas y eficientes técnicas de marketing – entendiendo por tal la manipulación de las percepciones, pensamientos y emociones individuales para lograr determinadas conductas en aquellos a quienes va dirigida – junto a la concentración del poder en general y mediático-informático en particular, redujeron al mínimo el ejercicio de pensar y decidir por sí mismo, en muchos aspectos de la vida cotidiana de las personas. De hecho, una porción sustancial del mercado mundial de productos y servicios, se mueve sobre la base de dichas manipulaciones, orientadas a lograr el consumo de objetos y actividades nuevas, o bien el incremento de las ya existentes; manipulaciones cuyo uso hoy se ha extendido tanto para la elección de candidatos a cargos políticos, cuanto para la adopción de ideas sobre lo que sucede en el mundo.

Como si esto fuera poco, en los últimos decenios se ha venido implantando una convicción altamente preocupante respecto de quienes nos rodean: ya no se los ve solo como los generadores de vínculos que limitan la libertad, sino que se los visibiliza como opositores activos a que cada uno pueda “hacer lo que quiero”; es decir se los empieza a caracterizar y vivir como amenazantes enemigos a los cuales resulta necesario enfrentar, cuando no eliminar, para ser libres.

El resultado final: una sociedad de individuos sueltos, con su capacidad de autodeterminación bastante reducida, predispuestos a enfrentarse contra quienes lo rodean, por un lado, y de poderosos centros manipuladores, por el otro. Este resultado civilizatorio está generando desde hace tiempo bastantes y graves daños a la humanidad y al conjunto de la vida del planeta, pero de seguir proyectándose y profundizándose hacia el futuro, sus consecuencias pueden ser realmente desastrosas y suicidas.

Quizás recuperar hoy el valor de la libertad como capacidad de autodeterminación colectiva, como base de la individual, sea la única forma de extraer de la civilización moderna, uno de los elementos mas valiosos que tuvo en su origen. Actualizándola a las condiciones del presente, nos permitirá replantear la construcción de unas comunidades y una humanidad más equilibradas y armónicas entre sí y con el conjunto del planeta tierra gestando de esa forma perspectivas de futuro más atrayentes.

Lic. Carlos A. Wilkinson

¿COMPETENCIA O COMPLEMENTACIÓN?

“¿Hasta cuando seguiremos creyendo que hemos nacido para el exterminio mutuo?
Eduardo Galeano

En una nota anterior (1) decíamos que el necesario cambio desde una civilización individualista antropocéntrica, hacia una donde el ser humano sea visto como parte de la comunidad y la naturaleza, implica una cantidad de transformaciones en las creencias y formas de actuar de la población. Creer en la complementación y actuar de acuerdo con las reglas de conducta derivadas de esta visión, en lugar de creer en la competencia y actuar según dicho credo, es una de estas necesarias modificaciones.

Esto es así porque las creencias básicas en que se sustenta una civilización pueden ser mas o menos ciertas, pero su mayor importancia radica en que se traducen en normas, costumbres y prácticas de comportamiento, incorporadas y asumidas por la población. Son ellas las que consolidan dicha civilización en la cotidianidad, a la vez que refuerzan la credibilidad en sus creencias básicas.

Justamente una de las creencias básicas de la civilización actualmente dominante – supuestamente fundada en “incuestionables investigaciones científicas” de Darwin – es que la evolución del mundo es el fruto de la competencia entre contrarios, donde los mas fuertes y hábiles triunfan sobre los mas débiles e incapaces, marcando con esos triunfos el camino de la evolución y el progreso.

Al creer que el mundo funciona de esta manera, resulta muy coherente que la lucha entre opuestos, orientada al dominio o la eliminación del contrario, sea la regla de comportamiento general, que encuadra y guía la conducta humana. Una regla que se aplica tanto a las relaciones entre los seres humanos, mediante la implantación de la competencia como sistema social de vida, cuanto a la relación del ser humano con la naturaleza, mediante su indiscriminada e ilimitada «explotación». No es casual, desde ya, que estas reglas y la creencia en que se sustenta, justifiquen el supuesto derecho de dominio del poderoso sobre el débil, y del que dispone de los recursos necesarios para modificar el medio, sobre la naturaleza. La legitimación de su accionar, que hoy obtiene el poder corporativo concentrado mundial, se apoya en esos supuestos derechos. «Identifica a quienes beneficia una norma y sabrás quien la sostiene» reza un antiguo principio sociológico.

Sin pretender entender el misterio del funcionamiento del universo, es necesario destacar, sin embargo, la parcialidad y limitación de la afirmación darwiniana. El papel central otorgado a la lucha de las partes de un sistema – ecológico o cósmico – sobre la variedad, cantidad y complejidad de relaciones entre ellas es una absoluta arbitrariedad; tal como se destaca en los estudios actuales mas serios sobre la naturaleza y el mismo universo en su conjunto.

Una creencia alternativa a ésta afirma, por el contrario, que la complementación entre las partes diversas, dispares, opuestas o antagónicas que constituyen un todo, es lo que posibilita no solo la existencia de ese todo, sino su desarrollo natural.

Obviamente, con esta visión y convicción sobre el modo en que está constituida la realidad, resulta muy coherente que la regla de conducta derivada sea la búsqueda de armonización y equilibrio entre las partes, así como la aceptación y el respeto por la diversidad de los componentes de la unidad a la que pertenecen. Estas reglas son aplicables tanto a la comunidad humana, mediante la construcción de consensos para beneficio común de sus integrantes, cuanto a la relación del ser humano con la naturaleza, mediante el respeto a sus diversos elementos y la articulación con ellos, como parte de un todo.

Quizás algunos ejemplos sobre aspectos concretos y cercanos donde jueguen estas creencias y sus maneras de actuar derivadas, nos ayuden a ver su profunda significación, su impacto sobre la vida cotidiana y las importantes consecuencias que tienen para la sociedad y el mundo actual y futuro.

Para empezar por algo obvio, cada un@ de nosotr@s es el producto de la relación sexual interpersonal entre una hembra y un macho. Si esta relación la vemos y valoramos como de complementación sexual interpersonal, una regla de conducta derivada será intensificar el respeto por la diversidad de ambas partes, a la vez que evitar todo tipo de violencia entre ellas y desarrollar maneras de fortalecer el equilibrio y la armonía de la pareja, como unidad comunitaria de base. Si, por el contrario, la vemos y valoramos como de lucha entre los sexos, la regla será la desintegración de las pareja como unidad social básica – cosa que está sucediendo en las sociedades llamadas desarrolladas – se considerará natural la violencia entre ambas personas, no se verá como muy grave la violación y nos encaminaremos, incluso, a la eliminación de la relación sexual interpersonal, para llegar a la concepción y gestación de los futuros seres humanos mediante la procreación artificial. Tal como puede notarse en este ejemplo, la creencia sobre la manera en que funciona la realidad, se traduce en reglas concretas sobre la forma en que debemos comportarnos en el mundo, generando fenómenos sociales distintos y horizontes socioculturales futuros absolutamente diferentes.

Para poner otro ejemplo, si observamos la agricultura, vemos que puede experimentarse, comprenderse y vivirse como la complementación entre la inmensa riqueza de la naturaleza y la experiencia e inteligencia humana para producir alimentos, o como una lucha por el dominio absoluto del ser humano sobre la tierra, con su consecuente explotación de ese «depósito de mercaderías». Como consecuencia de estas dos formas de ver y valorar la realidad, nos podemos orientar hacia una agricultura familiar y comunitaria que cuide, mantenga, proteja e incluso se incorpore a los ciclos de la naturaleza, potenciándose mutuamente, o seguir el camino de una agricultura fundada en monocultivos transgénicos impregnados de agroquímicos, suplantando la naturaleza en lugar de complementarse con ella. El impacto de ambas posturas sobre la realidad mundial actual y futura, no exige ninguna explicación adicional.

Y así podríamos seguir poniendo ejemplos, sobre si vemos a la vivienda como una complementación del ser humano con su ambiente, o como una forma de imponer a este medio ambiente un negocio inmobiliario que lo destruye, o si vemos la empresa como un ámbito de lucha entre explotadores y explotados o como un espacio de complementación entre sus diversos componentes, de los cuales capital y trabajo son solo unos de ellos, y así sucesivamente.

De manera que revisar y superar lo que nos han hecho creer sobre la manera en que funciona el mundo y comenzar a modificar las costumbres y prácticas en las que priorizamos la competencia y la lucha sobre la complementación, el equilibrio y la armonía, se constituyen en uno de los aspectos centrales del camino que debemos seguir, para avanzar en el cambio civilizatorio que requiere urgentemente la humanidad.

(1) ¿De qué cambio cultural hablamos? Enero 2020

Lic. Carlos A. Wilkinson