LA DOBLE GRIETA Y SU PROYECCIÓN CONTINENTAL

Poco tiempo antes de que estallara el 19 y 20 de Diciembre en la Argentina, el mundo había presenciado, asombrado, las imágenes de dos aviones impactando en las torres gemelas de Nueva York y la posterior implosión de estas. Con este nada halagüeño augurio, el nuevo siglo iniciaba su camino. Un camino de guerras justificadas con argumentos impúdicamente falsos – como las armas de destrucción masiva de Irak – la reconstrucción de cuyas ciudades serían adjudicadas a grandes empresas previamente establecidas. Un camino de daño progresivo y al parecer irreversible a la naturaleza y el medio ambiente. Un camino de crecimiento exponencial de las ganancias financieras especulativas por sobre cualquier otro tipo de inversión, que conduciría a crisis recurrentes cada vez más profundas y un prolongado estancamiento económico mundial todavía no superado; con gravosos costos para los pueblos y beneficios insospechados para las entidades financieras altamente concentradas que originan dichas crisis. Un camino, en fin, de distanciamiento casi infinito entre la riqueza y el poder de una fracción ínfima de la población mundial respecto a grandes sectores desposeídos que apenas alcanzan a sobrevivir diariamente.

En este contexto, la democracia, entendida como un sistema político que proclama la soberanía del pueblo en las decisiones públicas,  entró en un proceso de desprestigio  acelerado y de degradación incuestionable. Entre los factores que sostienen tal degradación, además de los contextuales arriba mencionados, no es el menos relevante que la actividad política se haya convertido en una sucesión de acciones de marketing. Acciones de ventas perfectamente estudiadas, planificadas y altamente costosas, destinadas a que la población “compre” como beneficiosa para ella los intereses de unos pocos, entre ellos, aunque no única ni exclusivamente, los mismos políticos. Otros factores degradantes de la democracia son el aislamiento y la ruptura de vínculos y hábitos comunitarios entre los miembros de la sociedad y el acceso a la realidad en forma cada vez menos directa y verificable, a causa de la penetración mediática y de las redes sociales. En semejante marco de la realidad no es descabellado que los pueblos desconfíen cada vez más de las dirigencias, especialmente las políticas, y tomen acciones “insubordinadas” que las desafían, poniendo en evidencia una profunda grieta que dio en llamarse, un tanto livianamente, “crisis de representatividad”.

En nuestro país, luego de la masiva manifestación del 26 de Junio de 2002 en rechazo a los asesinatos de Kosteki y Santillan y el llamado a elecciones tan apresurado como mágicamente esperanzador, la dirigencia argentina tomó conciencia que se encontraba frente a un pueblo que había cambiado su actitud hacia ella. Por ese motivo no llamó la atención que durante la mayor parte de los gobiernos kirchneristas, se trataran con mucho cuidado y hasta respeto las diversas manifestaciones, demandas y reclamos populares, cualquiera fuese su especie.

Durante dichos gobiernos, además, se modificaron algunos aspectos básicos y centrales del modelo de país elitista, que el establishment había implantado con los gobiernos militares, y profundizado durante los gobiernos electos democráticamente hasta entonces. La anulación de las leyes de obediencia debida y punto final, con el consiguiente impulso a los juicios por los delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura militar y a favor de los derechos humanos, fue uno de dichos aspectos. La liberación del control y de la presión constante ejercida sobre las políticas económicas por parte del FMI, fundándose en el no pago de la deuda externa, fue otro. Un tercero, no menos significativo, fue la importancia otorgada en la política económica al mantenimiento y/o ampliación del poder adquisitivo de los salarios y al aumento del consumo por parte de la población, asegurando el mercado interno. La re estatización total o parcial de ciertas actividades privatizadas por los gobiernos anteriores, como el sistema jubilatorio, la actividad aerocomercial e YPF, también significaron la transformación de un aspecto clave del modelo elitista de país. Finalmente la consolidación y desarrollo de la alianza Argentina Brasil – iniciada por Alfonsin y Sarney – a través del profundo acuerdo y hasta amistad entre Néstor Kirchner e Inacio Lula da Silva, fue otro componente elitista  modificado, con un fuerte impacto fronteras afuera. Porque desde ese eje se impulsó el Mercosur, se vació y debilitó el ALCA y se construyó una red de alianzas continentales que le dieron ciertos espacios de juego propio a nuestra América en el concierto mundial, como la UNASUR y la CELAC. Estos avances, con el tiempo, provocaron una reacción que puso en evidencia la existencia de una grieta ya no solo en la Argentina sino también en toda la América hermana.

A pesar de todos estos hechos que le valieron una animadversión creciente del establishment y de los sectores por él influenciados, los gobiernos kirchneristas no hicieron ningún intento de profundizar el insuficiente y degradado sistema democrático “representativo” vigente, más allá de un remedo de las internas abiertas estadounidenses. Un cambio de este tipo hubiera podido ampliar la participación popular organizada en las decisiones, aumentar el poder de distintos sectores de la comunidad nacional en las definiciones políticas centrales y consolidar el sostenimiento de políticas públicas beneficiosas para las mayorías; imposibilitando de esa forma que cualquier nueva autoridad electa las tire por la borda, sin la menor consulta ni participación específica de la población ante esos eventuales cambios. El otro aspecto que el kirchnerismo no modificó fue – a pesar de un crecimiento industrial importante – el del dominio casi absoluto de los sectores financiero y agroexportador sobre la economía nacional.

El intento de alterar levemente las condiciones impositivas del sector agroexportador, en el marco del insuficiente y degradado sistema democrático vigente, desembocó en su primera derrota política de magnitud y reabrió en la conciencia de la población la existencia de una grieta hasta entonces no tan visible.

Ambas deficiencias, en el marco de una sociedad que en los últimos decenios ha profundizado la degradación democrática a favor de los centros de poder concentrado,     condicionó fuertemente, junto con otras causas internas que sería largo detallar aquí, la finalización del “ciclo kirchnerista”. El inicio del gobierno macrista no deja muchas dudas sobre su carácter netamente elitista, de manera que se puede pronosticar una intensificación del enfrentamiento entre los polos de la tradicional grieta argentina: la elite y el pueblo.

Pero la situación es más compleja aún. Porque si tratamos de describir sintéticamente el estado de la grieta argentina en la actualidad, se puede decir que enfrentamos hoy una grieta doble y superpuesta. Ya que a la grieta tradicional reactivada se superpone, entretejida, la grieta entre una democracia “representativa” en plena decadencia y una democracia participativa y comunitaria, apenas vislumbrada como proyecto. Y todo esto en el escenario profundo, exigente y desestabilizante de la quiebra irrecuperable del sistema de autoridad dañino previo al 2001, generador de un estado de debilidad de todo poder público, a causa de la ilegitimidad que se le adjudica (1).

A eso debemos agregar una mirada continental. Porque los últimos acontecimientos políticos sucedidos en nuestra América, especialmente el derrocamiento “institucional” del gobierno brasilero, han puesto de manifiesto que, más allá de la grieta en nuestro país, pareciera existir una grieta continental con rasgos similares y compartidos. Lo que implica tanto una elite globalizada que empieza a actuar con coherencia creciente en la región, como un pueblo indoiberoamericano en proceso de formación a partir de recobrar cierta conciencia colectiva sobre su identidad. Conciencia que se había perdido o debilitado fuertemente luego de lograr la independencia de España y Portugal, a causa del aislamiento mutuo entre los países hermanos y la dependencia radial – como los rayos de una rueda – de cada uno de ellos respecto a los países centrales de Europa y EEUU.

¿Se puede resolver la grieta existente en nuestro país? ¿Se puede resolver la grieta continental? ¿Cómo y en qué condiciones sería posible resolverlas? Estas son algunas de las preguntas que intentaremos plantear y responder en próximas notas.

 

 

(1) Ver en este mismo blog la nota anterior en lo que se refiere a la ruptura del contrato de autoridad

LA GRIETA SE REDEFINE EN UNA DEMOCRACIA INSUFICIENTE

El propósito del Proceso de Reorganización Nacional de eliminar el polo opuesto de la grieta y generar un país distinto en el que no existiera grieta alguna – un país PRO sin antis tal como declaró el General Videla – no obtuvo en forma completa el resultado buscado. Pero avanzó mucho en su concreción. De hecho, produjo cambios muy profundos en la estructura de poder, social, económica, cultural y por ende política de la Argentina (1). Por lo que el  condicionamiento que impuso a quienes lo continuaron, fue muy significativo.

 

De hecho el gobierno de Alfonsín – surgido luego de la primera derrota electoral del peronismo – marcó un hito histórico mundial en la condena al terrorismo de estado, con el juicio a los comandantes. También avanzó en la presencia internacional con cierta voluntad propia de nuestra América, al firmar con Sarney el Programa de Integración y Cooperación Económica entre Argentina y Brasil, origen del Mercosur. Pero políticamente no continuó más allá, ni tampoco progresó en un cambio del modelo económico. Porque rápidamente la poderosa influencia de la elite sobre su gobierno se mostró en dos hechos claves: las leyes de punto final y obediencia debida por un lado y el plan austral, por el otro. El primero pondría un límite a las demandas de justicia, mientras protegía al aparato y los responsables del terrorismo de estado que le habían sido fieles. El segundo acabaría con el tímido cuestionamiento al monto de la deuda externa y al FMI que había iniciado Grinspun y abriría las puertas al Plan Houston, que revertiría la tradicional política radical en materia de hidrocarburos, dejando en manos de compañías extranjeras la explotación del petróleo y del gas.

 

El siguiente paso del manejo elitista sobre la vida nacional en la democracia electoral posterior a la dictadura militar, sería la privatización de las empresas estatales; sin cuya venta, se dijo mentirosamente, resultaría imposible cubrir una deuda externa inmensa y creciente, imposible pagar de otra forma. Menem, quien pocos días después de su asunción dio un giro de ciento ochenta grados a sus promesas de campaña, se encargaría de llevar adelante este propósito. El desconcierto y la confusión popular ante la sorpresiva maniobra, sería total y paralizante por un largo tiempo. Con esas privatizaciones se consolidaría la asociación de los “capitanes de la industria” locales con las grandes empresas y bancos extranjeros en la apropiación de los bienes del estado, fortaleciendo el poder del establishment. ENTEL, YPF, Gas del Estado y muchas más, seguirían el acelerado camino privatizador, en tanto la deuda externa tomaría – contradiciendo lo argumentado – la  autopista del aumento acelerado y los jubilados, mentirosamente otra vez, los destinatarios del producto de tales ventas, se encaminarían por el sendero del lento y continuo empobrecimiento. Por su parte las leyes de punto final y obediencia debida, adquirirían el carácter del indulto presidencial, declarado como definitivo.

 

Entretanto, con la convertibilidad ideada por Cavallo para frenar la flagelante inflación, se desataría un proceso similar al fenómeno de la “plata dulce” gestado por Martínez de Hoz años antes; engañoso y ficticio, pero social y políticamente efectivo. Porque se derramaría sobre los sectores más beneficiados de las clases medias un efecto óptico de riquezas fáciles e inacabables. Fue el momento en que la bicicleta financiera, los viajes a Miami y las compras en cuotas harían furor; potenciando hasta el paroxismo el estilo del medio pelo en la sociedad argentina, que tan bien describiera Jauretche. Mientras, en las penumbras no enfocadas por los medios, ni presentes en el “jet set”, las industrias perecían a raudales, atacadas por crecientes y altísimos costos financieros y tarifarios privatizados, en combinación con precios dolarizados congelados, que facilitaban la introducción masiva de productos importados. Y entre infinidad de mini quiebras y privatizaciones cesanteadoras, las masas de desocupados, empobrecidos y marginados, aumentaban a pasos acelerados.

 

Los sectores más castigados del país idearon los piquetes y formas organizativas nuevas y originales de resistencia para enfrentar la situación en que el país reorganizado bajo el nuevo modelo financiero-exportador, ahora “democratizado”, los había colocado. Esta inmensa, dispersa y constante presencia resistente del sector más marginado y excluido de las cuatro partes en que quedó desarticulada la sociedad argentina después del golpe del 76 (2) no tuvo, sin embargo, la repercusión pública y política que su magnitud hubiera justificado. A causa, precisamente, del aislamiento mutuo que el abismo de desconexión entre esos sectores había provocado. La clase media empobrecida no atendía esos reclamos, encerrada en su apremiante necesidad de mantener el exiguo nivel de vida que tenía. La clase media no empobrecida y con algunas oportunidades de ascenso, estaba muy pendiente de adquirir todo lo que podía en las nuevas circunstancias del uno a uno, diferenciándose así de sus semejantes. Y la ínfima clase alta estaba, justamente, en plena tarea de consolidar esa quiebra social que, orgullosamente, los distinguía y distanciaba cada vez más del resto del pueblo.

 

Sin embargo De la Rua, con su torpe implementación de la famosa banelco para conseguir la ley de contrato de trabajo que “liberaría y democratizaría” las fuerzas laborales al  influjo de las leyes del mercado – próximo objetivo del proyecto elitista – y su más torpe seguimiento de las recetas del FMI, terminará de crear las condiciones sociales, políticas y económicas, para que esta etapa de democracia insuficiente llevada adelante por los partidos mayoritarios, finalice turbulentamente. Porque el fenómeno de fondo de este largo período democrático, en que los ejes del proyecto elitista se desarrollaron y consolidaron, fue el desprestigio más absoluto de la clase política. Bastó un último toque al bolsillo y la seguridad, con el corralito y la amenaza del estado de sitio, para que la población estallara masiva, espontánea y caóticamente, planteando su rechazo a dicha dirigencia con el famoso “Que se vayan todos”.

 

El 19 y 20 de Diciembre del año 2001 cientos de miles de argentinos en las calles de Buenos Aires y las ciudades más grandes del interior, muñidos de cacerolas u otros instrumentos sonoros, hicieron explotar el país. Fue un golpe tremendo aplicado directamente a la mandíbula de una clase política, convertida ya, claramente, en la gerenciadora del modelo elitista de país “reorganizado” por el correctamente bautizado como “Proceso de Reorganización Nacional”. En pocas semanas cayeron varios presidentes y los dirigentes – especialmente políticos – se tuvieron que esconder varios meses, para no ser vituperados, insultados o atacados. Otra vez el magma social, el pueblo presente sin intermediarios, directamente, emocionalmente, sentaba su presencia sublevada en el país. Pero algo distinto sucedió en esta sublevación respecto a las anteriores; no hubo dirigentes ni organizaciones que la encabezaran o actuaran como referentes. No hubo ningún Yrigoyen, ningún Perón, ninguna dirigencia sindical, ninguna organización juvenil que impulsara y condujera las masas caceroleras. Y este no es un dato menor. Porque su esencia fue una modificación sustancial en la actitud general del pueblo hacia la dirigencia política. Y con ella cambió todo el juego que se venía dando en el período democrático electoral iniciado en 1983.  La clase política se encontró con un hecho nuevo: un pueblo que la enfrentaba. Pero no entendió el corazón del cambio que se había producido en la población. Por eso, recién cuando el 26 de Junio del 2002 se encontró con una movilización masiva y policlasista impresionante, en respuesta a la ejecución de Kosteki y Santillán, tomó conciencia del cambio producido. A pesar de lo cual no atinó a otra cosa que a adelantar las elecciones, para ver si la rotación de gobierno conjuraba mágicamente esta incomprensible anormalidad. Sin embargo, a fuerza de chocar con la realidad, una cosa le fue quedando clara a la dirigencia política argentina y al establishment que la controlaba: ahora tenían unos límites que antes no existían.

Es que, en su aspecto más profundo, el 19 y 20 de Diciembre quebró el contrato de autoridad vigente, es decir el contrato, ciertamente implícito y no escrito, que relaciona a la ciudadanía con sus autoridades y viceversa. La ruptura de un contrato de autoridad es un hecho que afecta el cimiento mismo sobre el que se edifica y asienta toda la vida de una sociedad. Porque es la quiebra de aquel acuerdo que establece quien tiene derecho a mandar y quien tiene la obligación de obedecer, el porqué y para qué de ese derecho y esa obligación, y el cómo deben ejercerse ambos lugares de la relación de autoridad. El último mes del año 2001 en la Argentina se quebraron, simultáneamente, los tres aspectos del tradicional contrato de autoridad dañino con el cual nos manejábamos desde el triunfo unitario de Pavón, salvo los inusuales períodos de gobiernos populares. Se rompió el contrato entre quienes mandan y  quienes obedecen, al desconocer los segundos la potestad de los primeros para mandarlos. Se cuestionó el porqué y el para qué manda el que manda, desde el momento en que el repudio masivo se basó en impedir que continuara la dinámica económica y social que se había impuesto en el país. Y por último se esfumaron las reglas que establecen cómo va a mandar el que manda y cómo va a obedecer el que obedece.

 

Se rompió el contrato de autoridad dañina anteriormente vigente y la sociedad en su conjunto entró en una etapa de debilidad e insuficiencia de la democracia electoral establecida; porque está buscando darle forma a otro contrato de autoridad. Y lo central de este contrato nuevo no es quien va a firmarlo del otro lado o para qué, estos dos aspectos se dan casi por descontados; el aspecto central es el cómo va a ejercer la autoridad el que manda, como y en qué condiciones va a obedecer el que obedece y cómo el que obedece va a controlar al que manda para asegurarse que este haga lo que el pueblo necesita y no lo que él quiera.

 

Históricamente, dicho en forma muy sintética, el contrato implícito de la  autoridad “dañina” implantado a partir de Pavón con su doble respuesta de “huir de la autoridad o hacerse amigo del juez”, quedó definitivamente quebrado en la sociedad argentina. Y luego de las profundas experiencias colectivas de una “autoridad benéfica” encabezadas por Yrigoyen y Perón, desembocó en un “pararse” frente a la autoridad exigiendo participación y protagonismo. En este macro panorama histórico, el 2001 significó la terminación de la democracia débil e insuficiente y la apertura de otra, que sólo adquirirá su perfil definitivo cuando se haya conformado un sistema de autoridad nuevo, que suplante el anterior.

 

 

 

(1) Ver en este mismo blog la nota “El Proceso de Reorganización Nacional profundiza la grieta II” del 24 de Agosto de 2016

(2) Idem