En nota anterior (1) mencionábamos la resistencia que había generado la puesta en funcionamiento de las Comunas en la Ciudad de Buenos Aires. Esa animosidad, sin embargo, no terminó allí sino que se extendió a lo largo de los ocho años que llevan establecidas. Durante este período se puso en evidencia la existencia de dos políticas en pugna respeto a las Comunas. Una que intenta embretarlas en el encuadre de un régimen centralizado, transformándolas en meras oficinas del gobierno central de la ciudad localizadas en los barrios. Otra que busca convertirlas en verdaderos gobiernos barriales participativos, como concreción y avanzada de la democracia participativa instituida por la Constitución de la Ciudad.
La primera política, sostenida fundamentalmente por el gobierno central de la ciudad, aunque acompañada por una parte sustancial del arco político partidario, anula la capacidad de decisión de las Juntas Comunales, por un lado y desconoce la participación ciudadana institucional de los Consejos Comunales, por el otro. La negativa del partido gobernante, durante ocho años, para reconocer a las Comunas el carácter de jurisdicción presupuestaria diferente a la del gobierno central – como lo establecen la Constitución y la Ley de Presupuesto – lo que en buen criollo significa impedir que tengan recursos propios, es un hecho concreto que, prácticamente, anula la capacidad de decisión comunal. Otro hecho significativo, en esta misma línea, es que el Poder Ejecutivo de la ciudad nunca les transfirió las competencias que les son exclusivas, o sea aquellas que solo las Comunas son las que están habilitadas legalmente a ejecutar; como el mantenimiento de los espacios verdes, de las calles, de las veredas, etc. Por el contrario, muchas de ellas, como las decisiones sobre cómo, cuando y cuales veredas deben mantenerse y qué empresas deben hacerlo, se concentraron más aún que antes. Con estas dos decisiones, el cuarto poder de la ciudad, conformado por Gobiernos Barriales autónomos, quedó absolutamente limitado y desdibujado. Por su parte el desconocimiento, a lo largo de estos ocho años, de los Consejos Consultivos Comunales como los órganos legalmente institucionalizados de participación ciudadana, muestra que no se acepta la intervención libremente organizada de la ciudadanía en la elaboración de las decisiones sobre lo que debe hacerse y no hacerse en sus barrios, así como en el control de los actos y obras públicas que se realizan. Este rechazo se acompañó con la pretensión de suplantar la participación libre y organizada de la población, por “reuniones” con vecinos y mecanismos de consultas virtuales, ambas férreamente organizadas y dirigidas por los funcionarios del gobierno de central de la ciudad, con el propósito de darle a la gestión un ropaje “participativo”.
La segunda política, sostenida e impulsada fundamentalmente por organizaciones ciudadanas vecinales y sociales, busca que las Comunas se conformen como verdaderos gobiernos barriales descentralizados y participativos. Gobiernos descentralizados, es decir con capacidad de decisión autónoma del gobierno central de la ciudad, tanto en sus competencias exclusivas como en las competencias concurrentes (2). Y gobiernos participativos, en los cuales los vecinos y sus organizaciones intervengan libre y orgánicamente en las decisiones sobre las políticas y obras públicas a desarrollarse y ejecutarse en sus barrios y su ciudad. Este modelo, amparado legalmente en la Constitución de la Ciudad y la Ley Orgánica de Comunas 1777, se sustenta en el espíritu asambleario del pueblo porteño, que si bien irrumpió abrupta y masivamente en las calles y avenidas de la ciudad aquel 19 y 20 de Diciembre del 2001, se mantiene latente en múltiples grupos de militantes y vecinos de todo tipo, apareciendo una y otra vez, en cualquier momento y ante los problemas mas diversos. Dicho sustento sociológico es la razón por la cual les resultó imposible a los impulsores de la primera política, eliminar la segunda política sobre las Comunas, a pesar de la enorme diferencia de poder a favor y los ingentes esfuerzos que realizaron para lograrlo.
El poner en práctica real y completamente los gobiernos barriales participativos es, además, el único camino para que los beneficios de la democracia participativa se conviertan en realidad.
¿Cuales son esos beneficios? El primer y gran beneficio de una democracia participativa comunal, es que su configuración estructural condiciona fuertemente a las autoridades electas y a la ciudadanía a avanzar en el desarrollo de consensos comunitarios; por encima de divisiones partidarias y grietas reales o incentivadas. Esto es así por varios motivos. Uno, porque la Comuna está conducida no por una persona, sino por un poder ejecutivo colegiado: las Juntas Comunales. Estas Juntas están integradas por siete juntistas elegidos por voto proporcional, lo que significa que están conformadas por miembros de distintos partidos que deben, sin embargo, decidir en conjunto y con responsabilidad compartida, sobre acciones y obras concretas. Es una condición que favorece más buscar acuerdos que profundizar divisiones. Otro motivo, es que esta misma condición se da en los Consejos Comunales, pero mucho más fuerte aún, porque no existe ningún elemento legal que otorgue más poder a una organización o a un ciudadano sobre otros, en las decisiones. Esto hace que los vecinos y sus organizaciones estén más proclives a encontrar y avanzar a través de acuerdos, para plantear las demandas y propuestas a las Juntas Comunales, que a ampliar y ahondar las divergencias. Otro motivo más, es que con un órgano ejecutivo colegiado – la Junta Comunal – y un órgano consultivo abierto y participativo – el Consejo Comunal – ambos muy cercanos tanto física como institucionalmente, la tendencia natural es que trabajen de forma co-operativa.
Un segundo beneficio, es que todas las actividades de las Comunas se refieren a temas visibles, palpables y fácilmente verificables por los distintos actores, debido a la cercanía propia de los barrios. Esta condición no es menor, porque hace mucho más fácil el acercamiento convergente, por parte de dichos actores, hacia los problemas y posibilidades de solución que presenta la misma realidad. Consecuentemente, se hace mucho más fácil la implementación concreta de la democracia participativa, que en ámbitos más amplios, extensos, abstractos e impalpables, como la ciudad en su conjunto, o el país todo.
Finalmente un tercer beneficio derivado de los puntos anteriores – si se convierten en realidad – es que el sentido de comunidad, de pertenencia a ella y de responsabilidad y responsabilización frente a la misma, se incrementan; tanto en los mandatarios, como en los ciudadanos. Lo cual nos es poco en el desarrollo de hábitos políticos más sanos para todos.
(1) LAS COMUNAS PORTEÑAS: UNA INSTITUCIÓN RESISTIDA Junio de 2019
(2) Ley Orgánica de Comunas 1777 Artículos 4º, 10º y 11º