EL PROCESO DE REORGANIZACION NACIONAL PROFUNDIZA LA GRIETA I

Con el golpe de estado de Marzo de 1976 la otrora seudo elite conservadora, transformada ya en elite modernizadora (1), se apropió del gobierno de los argentinos y comenzó a construir el nuevo modelo de país que había empezado a bosquejar con el gobierno de Onganía y Krieger Vasena. Un modelo de país garantizado por un ejército policíaco configurado por la doctrina de la seguridad nacional proveniente de EEUU. Y avalado por una parte muy influyente de la jerarquía eclesiástica para quien la religión se había convertido en una herramienta de lucha contra el “comunismo ateo”.

 

Para entender el sentido histórico de esta apropiación del estado por el establishment, debe repasarse el camino que fue haciendo la elite argentina. Desde que el nuevo pueblo criollo,  producto de la mezcla de inmigrantes y gauchos, empezó a participar en las decisiones con el acceso de Yrigoyen al gobierno en 1916, hasta que se lo excluye de toda intervención, con la expulsión del gobierno peronista en 1976. Repasémoslo.

 

Luego de su triunfo sobre el partido federal con las batallas de Caseros y Pavón, la elite ladina intentó concretar su obra maestra: una República Europea en América que funcionara como estancia tranquila del imperio inglés y resultara altamente redituable para sus miembros. Pero cuando luego de un gran esfuerzo creativo y organizativo, se sentía segura y orgullosa de su construcción, algo comenzó a andar mal. A poco de festejar el centenario, apareció ese plebeyo Yrigoyen, nieto de masorqueros federales, junto con toda esa chusma orillera e inmigrante, para arruinarle la fiesta. Había que terminar con él, por lo que hubo que dar el primer golpe de estado del siglo XX, ya que derrotarlo en las urnas se había manifestado imposible.

 

Así las cosas y habiendo logrado un éxito aparentemente definitivo sobre el  “personalismo” de Yrigoyen, al derrocarlo y obtener el dominio del antipersonalismo en las estructuras del Partido Radical, se encontró, de repente, con otro movimiento popular más poderoso, decidido y peligroso que aquel: el peronismo. Otro plebeyo, otra vez la chusma apoyándolo y ahora, para colmo de males, llena de “cabecitas negras”. Tuvo que aguantarlo diez años en el poder del estado y ver cómo profundizaba algunas líneas de su antecesor e iniciaba una transformación tan honda, que empezaba a perfilarse claramente otro país; un país autónomo, industrial, trabajador, pujante y, peor aún, orientado a la justicia social, que nada tenía que ver con la estancia inglesa de la que era patrona indiscutida. Un país que ya no podía manejar a su antojo. Y otra vez tuvo que dar un golpe de estado para eliminarlo; esta vez, más violento que el anterior, porque la adhesión era más amplia.

 

Luego de darlo intentó eliminar de raíz ese nuevo movimiento político y reinstalar el partido radical, ya pulido y moderado, en el aparato del estado. Pero no pudo ser, las cosas otra vez no salieron bien. Porque apareció ese desarrollista filocomunista de Frondizi que se alió con el tirano prófugo. Tiempo después hasta los radicales del pueblo, con el mismísimo Balbín a la cabeza, se pusieron en su contra. Para colmo de sus infortunios, Inglaterra la había abandonado definitivamente como su país predilecto. Y Estados Unidos – ese país inculto aunque, por suerte, anglosajón – se había convertido en el nuevo dominador del mundo, bajo la bandera de la “civilización occidental y cristiana” frente al amenazante “comunismo ateo”. Mientras el éxito de la revolución cubana y la guerra fría impulsaban el desarrollo de guerrillas en América Latina. ¡Todo había cambiado tanto! El proyecto de Caseros, Pavón y la generación del 80, ya no daba para más. Resultaba necesario sustituirlo por otro.

 

Eso estaba claro, pero mucho más claro estaba que había que eliminar el país generado por el nuevo pueblo criollo surgido a principios del siglo XX y expresado políticamente por el yrigoyenismo primero y por el peronismo después. Ese país industrial apoyado en el mercado interno de consumo que había creado dos nuevos poderes con los que no estaba dispuesta a seguir lidiando: una fuerte masa trabajadora, sindicalizada y organizada y un débil aunque populoso empresariado orientado al mercado interno, pero con pretensiones exportadoras y autonomistas. Ese país que había promovido la reciente aparición de una serie de sectores medios universitarios y profesionales rebeldes que, desarrollando otra conciencia histórica y social a la que ella dictaba, podían remozar y dotar de nuevas energías al peronismo e incluso al radicalismo. Ese país que, además de todo esto, podía construir un sistema bipartidario que había empezado a insinuarse con el acercamiento entre Perón y Balbín. Esa nueva Argentina, en fin, que si llegaba a consolidarse, la habría dejado de lado para siempre del manejo de “su” país. En consecuencia, había que terminar resuelta y definitivamente con ese ciclo histórico y poner en marcha una nueva nación, donde aquella otra no tuviera lugar. Las palabras del General Videla en su primer discurso por cadena nacional el 30 de Marzo de 1976, lo ponen de manifiesto, cuando anuncia “El cierre definitivo de un ciclo histórico y la apertura de uno nuevo, cuya característica fundamental estará dada por la tarea de Reorganizar la Nación”. Y las de Martínez de Hoz pocos años después lo confirman cuando dijo “El programa que enuncié el 2 de abril de 1976 estaba destinado … realmente a cambiar la estructura económica del país. Las bases sobre las cuales estaba sentada la estructura económica existente …había durado ya muchos años” (2).

 

Estas expresiones confirman que el propósito fundamental del golpe del 76 fue que la elite retomara nuevamente y de manera definitiva el control del país que estaba a punto de perder, para rehacer el país a su gusto y criterio. Adecuando a las nuevas condiciones externas e internas – cien años después – el país que llevaron adelante Mitre, Sarmiento y la generación del 80 con la llamada Organización Nacional. El “Proceso de Reorganización Nacional” intentó reeditar, reestructurándola, la “Organización Nacional” de mediados del siglo XIX, a las puertas del siglo XXI.

 

Para ello debía desarrollar un modelo económico político y cultural adaptado al nuevo circuito de mercaderías, capitales e ideas dominantes en el mundo. El reciclado financiero de los petrodólares, fenómeno central de la economía mundial del momento, y la aparición de las ideas neoliberales, eran una oportunidad imperdible para lograrlo. Por eso el proyecto elitista de fines del siglo XX fue, económicamente hablando, un proyecto de país motorizado por una andamiaje financiero altamente redituable, fundado en la toma de deuda externa y la incorporación de tecnologías con bajísima incorporación de trabajo humano en procesos extractivos de materia prima – sea petróleo, soja u oro – para sustentar el desarrollo productivo de los países poderosos.

 

Entre el proyecto de país de la Organización Nacional y el de la Reorganización Nacional existió, sin embargo, una diferencia sustancial: Inglaterra necesitaba en su momento, la producción de la pampa húmeda argentina, de manera que la búsqueda de una alianza con la elite argentina, dueña de la tierra, le era fundamental. En consecuencia fue Inglaterra la que buscó y generó la dependencia económica argentina, mientras que la elite la aprovechó a su favor. Por el contrario, EEUU no necesitaba de la elite argentina para nada sustancial en el siglo XX; el reciclado de petrodólares lo hacía en todo el mundo y si bien la Argentina resultaba una pieza más de esta jugada internacional, no era en absoluto fundamental. Por eso a fines del siglo XX la dinámica fue la inversa a la del siglo XIX. La elite argentina impulsó la dependencia ante un poder mundial que no necesitaba sustancialmente de ella, para beneficiarse como intermediaria de dicha dependencia.

 

Este nuevo proyecto de país, si bien le permitió a la elite “reposicionarse” otra vez como los dueños del mismo, exigía la exclusión socioeconómica de gran parte de la población y la destrucción de todo el aparato empresario, industrial, obrero y sindical que la nueva argentina criolla había gestado. De manera que su implantación era imposible de lograr sin una altísima aplicación de violencia masiva. El terrorismo genocida aplicado desde el Estado, fue una condición necesaria para llevar adelante la operación de resurrección de la nueva y “modernizadora” elite argentina.

 

Para concretar este proyecto el “establishment” asignó a su más conspicuo representante José Alfredo Martínez de Hoz, con el apoyo del financista internacional Walter Klein, la tarea de borrar del mapa la estructura socioeconómica montada y sostenida durante más de medio siglo en el país, para construir el nuevo modelo. A la vez ordenó al Partido Militar la tarea de proscribir y amedrentar al pueblo en su conjunto y de perseguir, encarcelar, torturar, asesinar y “desaparecer” a todo aquel que osara oponerse al nuevo proyecto. El terrorismo de estado y la transformación socioeconómica del país, eran las dos caras de la misma moneda.

 

Fue entonces cuando la Junta de Comandantes en Jefe, encabezada por Jorge Rafael Videla inició la ejecución de la fase más violenta del autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional”. Lo hizo inspirándose en las acciones criminales llevadas adelante por Bartolomé Mitre y sus coroneles algo más de un siglo antes, pero “actualizadas” con la incorporación de los métodos de tortura utilizados por Francia en la guerra de Argelia. Esta vez las persecuciones y matanzas no se dirigieron contra los gauchos montoneros y sus familias (3), sino contra todo aquel que intentara mantener la argentina democrática, industrial, sindical y bipartidaria que el nuevo pueblo criollo, con sus defectos y con sus virtudes, había sabido gestar. Esta vez, al igual que en la época de Mitre, el Ejército Nacional se convirtió en el brazo ejecutor de la represión y los antiguos “coroneles de Mitre” se sustituyeron por las “fuerzas de tareas” ligadas a los Centros Clandestinos de detención y tortura.

 

Lo del 24 de Marzo de 1976 no fue, en consecuencia, un golpe militar ni cívico militar: fue un golpe elitista contra la trabajosa y larga construcción de un país popular o “populista”, como la misma elite se encargó, despectivamente, de calificar. Esa elite que, a pesar de los cambios que sufrió tanto en su proyecto de país como en su composición, no alteró en nada a lo largo del tiempo sus pautas básicas de comportamiento en relación al pueblo y a los centros de poder mundial. El acople de sus fuentes de inspiración y riquezas con los poderes externos – haciendo depender toda la vida nacional de ese acople – y la sobre valorización de lo externo frente a la infra valorización de lo propio, fue su pauta básica de comportamiento. Nunca intentó construir una sociedad a partir de nuestro modo particular de ser, ni elaborar una economía autónoma fundada en el propio esfuerzo, convocando el trabajo, las energías y las potencialidades del pueblo para lograrlo. A lo largo de su historia cambiaron las palabras, los objetos de intercambio, las formas de generar riquezas, las corrientes intelectuales y culturales, pero su actitud central hacia el país, hacia los poderes mundiales y hacia su pueblo, se mantuvo inmutable a través del tiempo, haciendo honor a sus ancestros ladinos (4).

 

 

 

 

  • Ver en este blog la nota “Los dos polos de la grieta se transforman” del 9 de Agosto de 2016
  • Ver el artículo “La imposición de un modelo económico y social” en blog El Historiador
  • Ver en este blog la nota “Se entierra vivo un polo de la grieta” del 12 de Abril de 2016
  • Ver en este blog la nota “La grieta queda establecida en el país” del 23 de Marzo del 2016

Deja un comentario